"En los meses previos, el Gran Jefe había estado en todos los detalles, casi obsesivamente. “El general en jefe, silencioso y reservado, pensaba por todos; todo lo inspeccionaba y todo lo preveía hasta en sus más mínimos detalles, desde el alimento y equipo de hombres y bestias, hasta las complicadas máquinas de guerra adaptables, sin descuidar el filo de los sables de sus soldados”, dice Mitre.
Todo estaba dispuesto. Las bayonetas y sables salieron de la fragua de fray Luis Beltrán, que ardía día y noche en el campamento de El Plumerillo, donde también se elaboró la pólvora y las municiones.
Era preciso que el coraje de los hombres en combate fuera estimulado por el clarín de guerra, poco usado en América. Según Mitre: “El ejército sólo tenía tres clarines. Al principio creyó suplir la falta fabricándolos de lata, pero resultaron sordos. Al pedirlos al gobierno, decíales: el clarín es instrumento tan preciso para la caballería que su falta solo es comparable a la del tambor en la infantería”. El Director Supremo, su amigo Juan Martín de Pueyrredón, le escribió: “Nos hemos reído mucho de la nueva fábrica de clarines de hoja de lata…Por aquí no hay más que los dos que remití a V. por el correo”. Y hubo clarines.
También se ocupó de las herraduras para las bestias y del calzado de sus hombres. Mandó a confeccionar “tamangos”, utilizando los desperdicios de cuero de las reses del consumo diario. “Eran una especie de sandalias cerradas, con jaretas a manera de zapatones de una pieza usados por los negros, y que los mismo soldados preparaban”, explica Mitre. Y hubo tamangos.
Y como no había cantimploras, para almacenar el agua necesaria para las travesías lejos de las fuentes, se improvisaron “chifles”, con los cuernos de esas mismas reses. Nada se desechaba. Y hubo cantimploras.
La necesidad de contar con una ración sana y acorde a las bajísimas temperaturas de la alta montaña fue resuelta con el “charquicán”, un preparado a base de charqui: carne secada al sol, tostada y molida, condimentada con grasa y ají picante. Cada soldado podía llevar unas ocho raciones en su mochila que, disueltas en agua caliente con harina de maíz tostado, componían un potaje nutritivo y sabroso a la vez.
Y así todo. Lo que faltaba, se improvisaba con ingenio. Lo importante era que al ejército pronto a partir en busca de la gloria, no le faltara nada. Ningún sacrificio era vano. La Patria estaba primero.
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