Cada 2 de septiembre se conmemora el Día de la Industria en la Argentina. Porque ese mismo día, en 1587, se consumó la primera exportación de tejidos manufacturados en el país. Sin embargo, la industria moderna nació casi tres siglos más tarde.
Allá por 1860, teníamos una Constitución, territorio y bandera -atributos de Nación independiente-, pero todo estaba por hacerse: no había economía ni Estado y el país era un gran desierto. Todo era importado, desde la vajilla hasta los paraguas.
Fue algunos años más tarde, en 1875, que en el Congreso resonó el vozarrón del “Gringo” Pellegrini: “Sin industria no hay Nación”, señores. Se discutía la primera ley de aranceles, la que premiaba o castigaba la producción local. Y “El Gringo” la tenía clara: había que sentar las bases de una industria nacional o el sueño de nación independiente sería una quimera. Nada sencillo: aquí no había hierro ni carbón, pero abundaban las vacas y el suelo fértil.
Las ventajas competitivas iban por otra parte, no en vano en poco tiempo floreció el modelo agroexportador, que le reservaba a la industria un papel secundario; la locomotora era el campo, y el sector externo hizo el resto: la Argentina no tardó en convertirse en el granero del mundo.
Primera industrialización
En medio de ese paisaje rural nació la primera industria. Frigoríficos y molinos harineros, al principio. Una industria artesanal, de pequeños establecimientos y pocos empleados. Hasta que aparecieron los primeros emprendedores: Bieckert, Bagley, Pineral, Noel, Peuser. Y poco más tarde: Alpargatas, Bemberg, La Martona. Molinos Río de la Plata. Ya en el nuevo siglo, Tamet, La Cantábrica. Ferrum. Cía Gral de Fósforos, Ledesma y SIAM, sólo por citar las más emblemáticas. Amanecía la industria. Sin embargo, en la Argentina del primer Centenario, los poetas -Leopoldo Lugones, Oda a los ganados y a las mieses- seguían cantándole al agro, no a las fábricas. El país estaba bien arriba, pero la riqueza estaba concentrada en pocas manos y la clase trabajadora la pasaba mal.
La Primera Guerra, por necesidad, trajo consigo el primer momento de sustitución de importaciones. En los años ‘20, siguiendo el paradigma de producción para la defensa, las Fuerzas Armadas intervinieron en el desarrollo industrial: Mosconi, Savio, YPF, SOMISA, Fábrica Militar de Aviones de Córdoba.
Hasta aquí, una etapa expansiva que duró 50 años, con incipiente desarrollo industrial y reducido mercado interno.
El modelo sustitutivo
La crisis mundial de 1929 obligó a cambiar el libreto y seguir los consejos de Lord Keynes: los conservadores en el poder acusaron recibo y replicaron el proteccionismo en boga. Forzado por las circunstancias, comenzó entonces el proceso industrial de sustitución de importaciones, que pobló de fábricas y talleres el Gran Buenos Aires y convocó a legiones de trabajadores provenientes de todos los rincones del país que abandonaban el campo para concentrarse en las ciudades. Nacía el mercado interno.
Este modelo sustitutivo siguió rigiendo en las décadas siguientes, sentando las bases de una economía más bien cerrada y poco competitiva. Durante buen tiempo, la industria no dio el salto hacia la llamada industria pesada –petroquímica, acerías, etc.- y se concentró en ramas ligadas al mercado interno, de crecimiento vegetativo. La industria automotriz, que asomó en la década de 1950, dio fuerte impulso al desarrollo industrial.
Pese a las dificultades de la época, la industria argentina atravesó por sus mejores momentos en las décadas de 1960 y 1970, cuando floreció el mercado interno y la participación de los asalariados llegó a estar cerca del 50 por ciento, lo cual habla de una sociedad mucho más compacta y homogénea que la actual.
En las décadas siguientes, el modelo sustitutivo comenzó a presentar signos de agotamiento y sufrió el embate de políticas aperturistas que pusieron a los rubros industriales más vulnerables al borde de la extinción, en tanto que la distribución del ingreso se tornó cada vez más regresiva. Al mismo tiempo, la tasa de desempleo se convirtió en uno de los indicadores más sensibles de una economía afectada por la baja productividad y la ausencia de políticas de largo plazo. La crisis de fines de 2001 marcó el fin de un ciclo.
La industria, hoy
El modelo actual es una mixtura entre el modelo agroexportador de las primeras décadas del siglo pasado y del proceso industrial de sustitución de importaciones que lo reemplazó. El problema es que las reglas de juego para uno y otro suelen estar en oposición y lo que es bueno para uno no lo es necesariamente para el otro. Salvo el tipo de cambio alto, que beneficia a ambos, provocando altos ingresos para los exportadores y protección para los fabricantes locales, el resto genera efectos dispares.
No en vano, cada tanto renace el famoso dilema samuelsoniano de si mantequilla o cañones. En otras palabras: qué producir, qué exportar, qué proteger y hasta dónde; son los interrogantes de la hora. Nada de todo eso puede ser una decisión autónoma, ajena a las oportunidades que brinda el contexto internacional.
Competitividad y especialización, son los paradigmas del mundo actual, competitivo y selectivo a más no poder. Mayor valor agregado, más trabajo argentino, industrialización en origen, asoman como las consignas de un nuevo tiempo industrial, de cara al futuro. Teniendo en claro, como ayer, que sin industria no hay Nación.
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