Según el Diccionario de la Real Academia Española, tradición es “la transmisión de noticias, composiciones literarias, doctrinas, ritos, costumbres, etc., hecha de generación en generación”. En una palabra, la conservación del legado cultural de un pueblo a través del tiempo, algo que pasa de padres a hijos.
En la Argentina, la fiesta de la Tradición se festeja el 10 de noviembre de cada año porque ese mismo día, en 1834, nació José Hernández, el autor del Martín Fierro. La fecha fue establecida por ley de la Nación en el año 1939 y ratificada en 1975. Y está muy bien que se asocie la tradición con el poema gauchesco que mejor representa a nuestras letras. Esa exquisita pieza literaria narrada en primera persona por un gaucho, que pinta crudamente la realidad de los que, como él, fueron empujados a la marginación por una civilización en ciernes que no entendía de razones sentimentales.
Sin embargo, José Hernández estaba lejos de ser un sentimental. Ni siquiera era escritor de profesión; era un hombre de letras sí, pero sobre todas las cosas era un militante de la causa federal, perseguido en su tiempo. Tanto que comenzó a escribir la obra que lo inmortalizó durante su exilio político en Brasil, y recién fue publicada dos años después. Allá por 1870, cuando el bando federal la pasaba mal tras la derrota de Pavón y lo que vino después. El mismo año en que fue asesinado Justo José de Urquiza, justamente en represalia por su comportamiento ambiguo durante aquella batalla que selló la suerte de la Confederación Argentina. Y por su posterior abandono del terreno, dejando al país a merced de Mitre, que no tuvo pruritos en disciplinarlo a punta de sable. Y no se lo perdonaron. A Urquiza, no se lo perdonaron. Los de su mismo bando, porque el magnicidio corrió por cuenta de uno ellos, de Ricardo López Jordán, tan federal como Hernández, que había preferido retirarse de la escena y masticar su amargura en el exilio. Ingresó a la política de joven, y el pleito entre la provincia de Buenos Aires y la Confederación lo encontró del lado de ésta última. Le gustaba escribir y publicó cada vez que pudo. En 1863, por ejemplo, cuando dedicó varios artículos para denostar el asesinato de Ángel Vicente Peñaloza, celebrado ruidosamente por Sarmiento y el bando unitario. Eran tiempos turbulentos, cuando el piso se movía bajo los pies del más pintado. Ardía la guerra interior y nadie escatimaba epítetos para el adversario al fragor de la lucha por el poder, que era eso y no otra cosa lo que estaba en disputa: quién mandaría en la nueva Argentina. Pese a su dilatada trayectoria política –más tarde fue diputado y senador-, José Hernández quedó en la historia como el creador de Martín Fierro, ese gaucho de ficción que le puso voz a los miles de paisanos errantes en la inmensidad de la pampa que no encontraban un lugar bajo el sol en su propia tierra. Casi un anti héroe, Martín Fierro. De gesto fiero, modales toscos y facón ligero; todo por obra del hombre de la ciudad, que lo condenó al ostracismo, más allá de los alambrados y de las vías férreas que lo cercaban día a día. A la muerte civil. Más que una crónica costumbrista en la que el autor volcó su profundo conocimiento de los usos y costumbres camperas, el libro es un alegato político, una obra de denuncia dirigida al corazón de la política centralista y discriminatoria ejercida desde lo alto del poder. Por esa razón, y porque además estaba muy bien escrito, el libro fue un éxito completo en su tiempo, tanto que obligó a varias reediciones y a la publicación de una segunda parte, La vuelta de Martín Fierro, que igual que la primera, también fue un suceso. Hernández murió en 1886, a los 52 años de edad.
Muchos otros trataron de imitarlo e incursionaron en el género de la poesía gauchesca y algunos autores lograron registros de calidad, como Estanislao del Campo, Rafael Obligado y más tarde Ricardo Güiraldes, alumbrando otros tantos personajes emblemáticos como Anastasio el Pollo, Santos Vega o don Segundo Sombra. El propio Jorge Luis Borges incursionó en el género. Sin embargo, ninguno de ellos alcanzó el arraigo popular de Martín Fierro, el gaucho argentino por antonomasia, preferido por las masas.
Está bueno entonces que el 10 de noviembre sea el Día de la Tradición. Se lo merecen Martín Fierro y su padre literario. Lo malo es que la tradición, el culto y la memoria de los valores ancestrales de nuestro pueblo están cada día más relegados al arcón de las cosas inútiles, como si se tratara de algo pasado de moda o, peor aún, reñido con los gustos refinados o lo “políticamente correcto”. Una pena. Y un grave error. Porque los pueblos que reniegan de sus raíces están condenados a la pérdida de su identidad. No se trata de un remilgo folclórico ni de un achaque nostálgico. Se trata, simplemente, de resaltar que nada tiene de malo mantener vivas las tradiciones, como parte de la celebración de los pueblos de su pasado. Por desgracia, la música, los bailes, el atuendo gaucho, las payadas, los ejercicios de destreza sobre un caballo, deportes como el pato, juegos como la taba y todo lo demás que sería largo enumerar, parecen haber caído en el olvido o ser objeto de culto de minorías que se resisten a darlos por muertos. El lado bueno del asunto es precisamente ése: que aún perduran muchos cultores de la argentinidad que sin renegar del progreso y la modernidad bregan por la continuidad de ese legado. Enhorabuena.
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