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El último viaje del Che

¿Dónde está el Che?, era lo que todos se preguntaban, allá por 1965, cuando parecía que al guerrillero más famoso se lo había tragado la tierra. La misma pregunta se hacían en La Habana, donde muy pocos conocían su paradero; en la sede de la CIA, la Central de Inteligencia Americana que lo tenía en la mira, y en Moscú, donde recelaban del comandante argentino. ¿Estaba como algunos decían en Panamá, organizando una nueva guerrilla? ¿O andaba como murmuraban otros por Colombia o Perú, tratando de encender focos insurreccionales y crear uno, dos, cientos de Vietnam, como había profetizado? Abundaban las versionas infundadas, como la que publicó El New York Herald Tribune el 5 de septiembre de aquel año, dándolo por muerto en la República Dominicana. O la albóndiga envenenada echada a rodar por la CIA, que afirmaba que el Che había sido mandado a matar por Fidel para sacarlo del medio.

Descartadas estas falsas hipótesis, lo cierto era que el Che podía estar en algunos de aquellos lugares o en cualquier otro, lo mismo daba. Soñando en grande. Así era él. No, nadie sabía con certeza por dónde andaba el número dos de la Revolución Cubana que un buen día dejó la isla caribeña sin dejar rastros. Sólo Fidel, el número uno, conocía la verdad. Sabía además que su compañero de ruta había decidido poner punto final a su ciclo cubano para convertirse en un revolucionario sin fronteras. Es que Ernesto Guevara no era de estarse demasiado tiempo en un mismo lugar. Toda su vida fue así. Y en Cuba llevaba ya nueve años, contados desde el día que descendió del Granma junto a Fidel y los ochenta combatientes que destronaron al dictador Fulgencio Batista. Pasó tres de aquellos años en la Sierra Maestra, hasta la toma del poder, y luego casi seis en distintos cargos oficiales, aunque ninguno logró anclarlo del todo. No le sentaba pasarse las horas detrás de un escritorio o llenando planillas, tanto que cuando le tocó en suerte ser ministro de Industria, prefería trabajar al aire libre, levantando paredes, macheteando caña o conduciendo tractores: él no había nacido para estar encerrado entre cuatro paredes; la revolución no era eso.

Pero había otras razones. Las diferencias con Fidel eran cada vez más difíciles de disimular y ambos intuían que sus caminos políticos no tardarían en separarse. El jefe de la revolución conocía a su colega argentino en profundidad y quizá por eso, porque sabía de su espíritu errante, lo enviaba cada tanto a representar a Cuba en diversos foros internacionales. Sin embargo, no fue Fidel quien lo despachó al Congo. Fue el propio Guevara quien decidió marcharse de la isla para encender la rebelión en aquel continente tan sufrido como inescrutable. Castro, pragmático y ciento por ciento cubano, no estaba dispuesto a poner en riesgo la revolución embarcando a su patria en conflictos ajenos y por demás azarosos. Para Guevara, en cambio, la revolución caribeña era sólo un paso, una baza en la larga lucha contra la explotación y el imperialismo a escala mundial. Ambos, a su manera, tenían razón.

Además, estaba el asunto de la Unión Soviética, en cuyos brazos había caído finalmente Cuba. También eso los separaba: mientras Fidel aceptó la tutela de los rusos para contrarrestar el asedio del gigante vecino, el Che la admitió a regañadientes: a él, el estalinismo le caía gordo.

En el Congo no le fue nada bien y el Che y los suyos debieron salir a las apuradas. Fidel abrió entonces el paraguas y decidió dar a conocer la carta que el argentino le había entregado antes de partir por si caía en combate. La carta, generosa en efluvios sentimentales e ideológicos, decía en su parte medular que su autor renunciaba a todo: a sus cargos en la dirección del partido, a su puesto de ministro, al grado de comandante, y lo más dramático: a su condición de cubano. Fidel la leyó el 3 de octubre de 1965, ante el pleno del Partido Comunista cubano y develó la incógnita. Después de eso, no había marcha atrás posible: el Che había dejado de ser un alto dignatario cubano, para convertirse en una suerte de justiciero universal librado a su propia suerte. A partir de ese momento hubo cuentas separadas.

Apesadumbrado y en el mayor secreto, el Che regresó a Cuba, pero sólo para tomar impulso y prepararse para la siguiente misión. Lo que nadie sabía a esa altura –ni siquiera Fidel- era que Ernesto Guevara estaba próximo a emprender un último viaje. Uno penoso y largo hacia un lugar de donde no se vuelve: la propia muerte.

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