José de San Martín murió lejos de la patria que lo adoptó como padre. En Boulogne Sur Mer, una ciudad fría y ventosa a la vera del canal de la Mancha, en el Norte de Francia. Su vida se apagó un 17 de agosto de 1850, en la casa que alquilaba, rodeado de sus seres queridos: su hija Mercedes, su yerno, las dos niñas. Entre las paredes de aquel dormitorio austero, durante mucho tiempo siguieron resonando las palabras pronunciadas cuando la partida era inminente: “Es la tempestad que llega al puerto”. El velatorio, como era de estilo, se realizó en la misma casa.
“Su rostro conservaba los rasgos pronunciados de su carácter severo y respetable. Un crucifijo estaba colocado sobre su pecho y otro entre dos velas que ardían al lado del lecho de muerte. Dos hermanas de caridad rezaban por el descanso del alma que abrigó aquel cadáver”, fue el sombrío cuadro con que se encontró Félix Frías, un compatriota de nota, al arribar a la casa mortuoria pocas horas después del deceso del prócer. El cadáver fue convenientemente preparado para que soportara el rigor del verano europeo durante los tres días que se mantuvo la capilla ardiente.
Desde allí partió el día 20, bien temprano, un reducido cortejo; apenas el abogado Gerard, su amigo y vecino de la planta baja del edificio; el doctor Frías; Francisco Rosales, cónsul de Chile, y un puñado de acompañantes. Tras una parada en la iglesia de San Nicolás donde se rezó un responso, la procesión se dirigió a la catedral de Nuestra Señora de Boulogne, donde se celebró el oficio religioso. Autorizado por el abate del lugar, el ataúd quedó allí, hasta que, en noviembre de 1861, fue trasladado al panteón familiar en el Cementerio de Brunoy, donde se habían mudado sus deudos.
Días después del sepelio, Gerard publicó una nota necrológica en L'Impartial de Boulogne sur Mer en él que decía de su huésped: "El señor San Martín era un hermoso anciano de elevada estatura, que ni la edad, ni la fatiga, ni los dolores físicos habían podido doblegar. Sus rasgos fisonómicos eran muy expresivos y simpáticos, su mirada viva y penetrante, sus modales llenos de amabilidad... Su conversación, fácil y jovial, era una de las más atractivas que he escuchado. Él decía a todos y sobre todo, la verdad"
La repatriación
Algunos años antes de su muerte, en enero de 1844, “visto el mal estado de mi salud”, como él mismo lo reconoció, San Martín había escrito de puño y letra su testamento. En ese documento, además de legar su sable a Juan Manuel de Rosas, un gesto que muchos de sus contemporáneos no comprendieron, expresó el deseo íntimo de que su corazón descansase en Buenos Aires: “Prohíbo que se me haga ningún género de funeral, y desde el lugar en que falleciera, se me conducirá directamente al cementerio, sin ningún acompañamiento, pero sí desearía que mi corazón fuese depositado en el de Buenos Aires.”
Aunque el mandato era terminante, su voluntad postrera se cumplió recién el 28 de mayo de 1880, siendo presidente Nicolás Avellaneda; y no del todo, ya que se eligió la Catedral y no el cementerio de La Recoleta como última morada. Allí se hubiera reencontrado con, Remedios Escalada, su esposa y amiga, sepultada en 1823.
El trámite de repatriación y la recolección de los fondos fueron encomendados a una Comisión ad hoc integrada por connotados personajes de la época como Mariano Acosta y Salvador María del Carril, entre otros. El ataúd de San Martín viajó de Brunoy al puerto de L’Hauvre en tren y de allí a Montevideo en el transporte Villarino. El vapor Talita de la Armada Nacional completó el recorrido hasta el puerto de Buenos Aires. Como le tocara hacerlo veinte años antes con Rivadavia, Domingo Faustino Sarmiento –ferviente admirador y visitante de San Martín en Francia- fue el encargado de recibir la urna funeraria transportada en una carroza que, según las crónicas, emulaba la que condujo a Wellington a su última morada. En el muelle de Santa Catalina, en medio de un clima solemne y recoleto, se alzó la voz estentórea del sanjuanino, saludando la repatriación de las cenizas del Libertador, que fueron depositadas en un magnífico mausoleo erigido en una de las capillas laterales de la Catedral de Buenos Aires, Nuestra Señora de la Paz, donada por la Curia metropolitana. Los restos de San Martín se encuentran rodeados de tres esculturas femeninas, que representan a cada uno de los países que liberó: Argentina, Chile y Perú. Junto a él se hallan las urnas con los restos de los generales Juan Gregorio Las Heras y Tomás Guido y los del Soldado Desconocido de la Independencia. Allí continúan hasta hoy, custodiadas por efectivos del Regimiento de Granaderos a Caballo que fundara el propio San Martín y venerados por los miles de argentinos que a diario visitan el lugar. En la fachada de la Catedral porteña se lee la siguiente frase: “Aquí descansan los restos del Capitán General D. José de San Martín y del Soldado Desconocido de la Independencia. ¡Salúdalos!”.
Sin descendencia
Mercedes San Martín falleció en París el 28 de febrero de 1875, en tanto que su esposo, Mariano Balcarce, murió en 1885. La mayor de las nietas del general pereció a temprana edad –veintisiete años- en 1860. La restante, Josefa Dominga, en cambio, vivió hasta los ochenta y ocho años, falleciendo en 1924 sin dejar descendencia. Fue ella quien, en 1886 y en los años siguientes, le remitió a Bartolomé Mitre, junto a otras pertenencias de su abuelo, el archivo completo del general, que sirvió de fuente al vencedor de Pavón para su obra más famosa: la Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana, base de la historiografía oficial. También fue Josefa la que, en 1899, envió a la Argentina los muebles del dormitorio del general, que había conservado todos esos años, junto a un croquis para que se los colocara respetando su disposición original, tal como se hallan exhibidos en el Museo Histórico Nacional. Como se ve, el linaje San Martín se extinguió al no haber dejado sus nietas otros descendientes.
En 1909 una comisión de argentinos residentes en Francia concretó la inauguración de una estatua ecuestre del Gran Capitán en Boulogne Sur Mer, en un paseo costero a orillas del brumoso Mar del Norte, escenario de la Segunda Guerra Mundial. Por fortuna, la estatua del general, emplazada a corta distancia de una base de submarinos, sobrevivió a los casi quinientos bombardeos que soportó la ciudad durante el enfrentamiento bélico. El día de la inauguración, tras correr el velo que la cubría, Belisario Roldán pronunció aquel memorable rezo laico que comienza: “Padre nuestro que estás en el bronce..."
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