¿Quién inventó el carnaval? Como tantas otras cosas en la Historia Universal, no se sabe con certeza. Sí se sabe que sus raíces se hunden en los albores de la humanidad y su vigencia persiste hasta hoy.
Se suele asociar su origen a las bacanales, unos rituales paganos de la época de los romanos, aunque algunos historiadores se remontan al antiguo Egipto, incluso a la antiquísima Sumeria. Lo cierto es que, con el paso de los siglos, el carnaval se convirtió en una celebración ecuménica, que en Occidente se acomodó a la liturgia católica y por eso concluye el miércoles de Ceniza, comienzo de la cuaresma.
Sin embargo, esta festividad no tiene una percepción unánime como otras: mientras que buena parte de la sociedad la asume como un festejo tradicional y una ocasión para distender el espíritu acosado el resto del año por problemas cotidianos, otra parte –probablemente minoritaria- la ve como una costumbre dispendiosa y de escaso valor cultural.
Como fuere, algunos carnavales cobraron fama mundial como el de Venecia (Italia) o el de Río (Brasil). En nuestra región, los más renombrados son los de Montevideo (Uruguay) y Oruro (Bolivia), y aquí, los de Gualeguaychú (Entre Ríos), Jujuy y Corrientes.
Un poco de historia
Al continente americano lo trajeron los navegantes españoles y portugueses allá por el siglo XVI. Los pueblos originarios del altiplano lo adaptaron con formas y contenidos propios que persisten hasta hoy.
En la época de la colonia ya se festejaba, según consta en edictos capitulares. En 1795, el virrey Nicolás de Arredondo promulgó el bando de estilo prohibiendo "los juegos con agua, harina, huevos y otras cosas". El gobierno patrio siguió la misma línea; en 1811, dispuso que: "pueda salir a las calles todo género de personas, pero (...) sin agua, huevos de olor, ni demás".
El Carnaval prendió más que nada entre los esclavos negros, sobre todo en los vecindarios donde había mayor concentración, como el barrio porteño de Monserrat, aunque también lo adoptaron las clases altas, que solían reunirse en salones de época.
Las primeras bombuchas fueron huevos vaciados llenados con agua de rosa; los de ñandú, los más codiciados por su tamaño. En la época de Rosas se reglamentó el festejo para evitar desmanes y violencia de género. En 1844, directamente se prohibieron los festejos.
Los primeros corsos porteños datan de 1869. Uno de los participantes más entusiastas era el presidente Domingo Faustino Sarmiento, según la crónica de Alfredo Ebelot, un francés que por esos días visitaba Buenos Aires: “Sentado en una carretela vieja que la humedad no pudiese ofender, abrigado con un poncho de vicuña, cubierta la cabeza con un sombrero chambergo, distribuía y recibía chorritos de agua, riéndose a mandíbula batiente.”
El vulgo concurría a bailes públicos, la mayoría orilleros, en tanto que la elite se reunía en clubes sociales o residencias particulares. Las páginas de Sociales de los diarios de la época están pobladas de reportes de esas veladas paquetas, lo mismo que las crónicas policiales de riñas con heridos y muertos en los arrabales.
El cotillón de entonces no era para nada sofisticado: antifaces, pomos de plomo que se llenaban con agua perfumada, el “papel cortado” (antecedente del papel picado), flores naturales y laminillas de mica; apenas eso.
La celebración fue cobrando arraigo en las décadas siguientes; durante todo ese tiempo se siguió jugando con agua, burlando los edictos policiales que se repetían año tras año. Las carrozas ganaron en originalidad y diseño, en tanto que las comparsas y murgas ponían en juego la imaginación de sus directores componiendo cánticos ingenuos y pegadizos. Se dice que la marcha “Los muchachos peronistas” se inspiró en uno de esos estribillos: “Pa que tomás/si te hace mal/tomá café/que te hace bien”, era la parte de la tonada que se reconoce fácilmente en la marcha partidaria.
La época de oro de los carnavales fueron los años ‘40, ‘50 y ‘60. Durante esas décadas había corsos en todos los rincones del país y los bailes eran multitudinarios. Muchos de los ídolos de entonces se consagraron en esas convocatorias populares. Alberto Castillo, por ejemplo, que enloquecía a la concurrencia cantándole, justamente, “Por cuatro días locos”, un hit de la época que repetía hasta el cansancio: “Por cuatro días locos/que vamos a vivir/por cuatro días locos/te tenés que divertir”. Durante décadas, fue de uso corriente la frase: “Si yo te digo que es carnaval, vos apretá el pomo”, que encierra un alarde de autosuficiencia.
En 1976, siguiendo la tradición de gobiernos autoritarios y adversos a las efusiones populares, la dictadura suprimió el feriado de Carnaval. Convertidos en jornadas laborables, más el clima represivo de ese período, los carnavales prácticamente cayeron en el olvido.
Con la restauración democrática de 1983, renacieron, pero sin el brillo de tiempos pasados. En 2011, la presidenta Cristina Kirchner restableció el lunes y martes de carnaval en el calendario de días feriados y no laborables. Este año, el carnaval cae entre el 28 de febrero y el 4 de marzo. El 5 es miércoles de Ceniza y comienza la cuaresma.
Carnaval cordobés
Nuestra Córdoba tiene una larga tradición carnavalesca; los festejos de antaño forman parte de la memoria colectiva, particularmente los legendarios corsos de la llamada República de San Vicente.
Arrancaron allá por 1890, y así evocaba esos comienzos Efraín U. Bischoff en su magnífica Historia de los barrios de Córdoba: “No solamente iban los coches adornados con gran profusión de muchachas lindas, sino que también aparecían los espejuelos de las comparsas de los ‘Negros candomberos’, ‘Estrellas del Sud’ y la ‘Sociedad Coral Argentina’ con sus guitarras y violines, poniendo en aquel marco desarticulado de la farándula carnavalesca una sana alegría”.
Se festejaba en toda la ciudad, pero el lugar más emblemático fue por años San Vicente, donde el corso se realizaba en la calle San Jerónimo, entre Plaza Lavalle y Plaza Urquiza. Las clases altas, por su parte, se reunían en los salones del refinado Club Social.
Lo que va de ayer a hoy
Durante décadas, el Carnaval fue una excusa para confraternizar y divertirse sanamente entre vecinos. El juego con agua comenzaba a la hora de la siesta, cuando todo el barrio salía a la calle provisto de baldes, mangueras, cacerolas o cualquier recipiente capaz de almacenar y esparcir agua, que se reponía de picos o canillas cercanas.
La lid era entre los de esta vereda contra los de la vereda de enfrente. O varones contra mujeres, lo mismo daba; lo bueno era que participaba toda la familia: niños, viejos, jóvenes, todos. A la tardecita, el fervor se apaciguaba y las murgas y comparsas se alistaban para salir a desfilar.
Después del corso, que terminaba pasada la medianoche, comenzaban los bailes, que colmaban los clubes de barrio y duraban hasta bien entrada la madrugada. El último día del Carnaval se elegía la reina y, acabado su efímero reinado, se procedía al entierro de Momo. Y todo el mundo guardaba sus disfraces y adminículos hasta el año siguiente.
La sociedad de hoy ya no es la misma de entonces; la inseguridad y el vértigo de la vida moderna que arrasó con las viejas buenas prácticas entre vecinos, tornarían difícil reponer una cultura plebeya definitivamente extinguida junto a una Córdoba que sólo existe en el recuerdo nostálgico de los mayores. Por eso mismo, la recreación del Carnaval planteada desde los niveles gubernamentales carece de la esencia popular que lo mantuvo vivo durante décadas.
Sin embargo, pese a todo, el Carnaval sigue dando pelea para ganarle al tiempo. Enhorabuena.
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