Lunes 12 de agosto de 1963. En el viejo edificio del Museo Histórico Nacional, don Roberto Domínguez finalizaba su recorrida por los solitarios salones apagando luces y comprobando que todo estuviera en orden. Eran las 7, faltaba poco para que llegara el sereno y entonces él podría marcharse; sus 72 años le pesaban cada día más. Fue entonces que unos fuertes golpes que resonaron en la puerta que daba a la calle Defensa lo devolvieron bruscamente a la realidad. Le llamó la atención que alguien golpeara con tanta insistencia; a esa hora el museo ya estaba cerrado al público. Se acercó a la puerta y alcanzó a escuchar que, desde el otro lado, una voz masculina preguntaba por el director. Pegó su oído a la hoja de madera todo lo que pudo, pero aun así no alcanzó a entender lo que el visitante le decía. Creyó oír algo acerca de una excursión de escolares, o algo por el estilo, por lo que decidió entreabrir apenas la puerta. Cuando lo hizo, un joven alto y rubio vestido con un traje gris y tres más que le acompañaban se abalanzaron sobre él. No hizo falta que lo ataran, mucho menos que lo golpearan, ni siquiera que lo intimidaran con sus armas: la impresión causada por la brusca irrupción lo había dejado estupefacto.
Uno de los intrusos se quedó custodiándolo, en tanto que los otros tres se internaron en la semipenumbra que reinaba en los silenciosos salones. Era evidente que aquellos individuos sabían muy bien lo que buscaban. Al cabo de unos segundos se oyó un ruido lejano de cristales quebrados e inmediatamente el eco de pasos apurados cada vez más próximos. "Ya lo tenemos, vamos", exclamó el que parecía ser el jefe. Antes cortaron la línea telefónica y cerraron la puerta con llave del lado de afuera. El operativo no duró más de cinco minutos.
En cuanto los extraños visitantes se retiraron, don Roberto corrió a verificar qué era lo que se habían llevado. No debió buscar demasiado. Cuando estuvo frente a una vitrina con los vidrios laterales rotos y esparcidos por el piso, debió taparse la boca para sofocar una exclamación de asombro: lo que faltaba era nada menos que el sable corvo de San Martín, una de las reliquias más preciadas del museo.
Repuesto de la sorpresa, don Roberto levantó los dos sobres lacrados que los salteadores dejaron en el lugar y recogió algunos panfletos que habían quedado tirados sobre el piso. Más tarde, dio aviso al director, quien radicó la denuncia en la comisaría 14ª.
Los primeros instantes fueron de confusión, hasta que con el transcurso de las horas se confirmó que los autores del robo habían sido miembros de la Juventud Peronista y que exigían para devolverlo, entre otras cosas, el rompimiento con el FMI, la anulación de los contratos petroleros y de los convenios firmados con Segba, y la liberación de los presos políticos, gremiales y Conintes y, además, "que se dé al pueblo libertad para pensar y ejercer su voluntad". El comunicado, que puso de mal humor a los mandos militares, finalizaba: "El sable del general San Martín quedará custodiado por la juventud argentina, representada por la juventud peronista, y será cuidado como si fuera el corazón de nuestras madres".
Corrían tiempos turbulentos y aquella era una brasa caliente para el presidente José María Guido. Faltaban escasas semanas para la transmisión del poder a Arturo Humberto Illia, ganador de los comicios presidenciales del 7 de julio de aquel año y nadie quería hacer olas. Para el gobierno, además de una profanación, estaba claro que se trataba de un golpe propagandístico para llamar la atención acerca de la situación de marginación que sufría el movimiento peronista por aquellos días.
Mientras en Inglaterra toda la Scotland Yard perseguía a los asaltantes del famoso tren correo, aquí la temible Dirección de Coordinación de la Policía Federal entraba rápidamente en acción. Lo que los investigadores ignoraban era que por aquellas horas la valiosa reliquia viajaba rumbo a un campo ubicado camino a Mar del Plata. Pocos días después, la Policía se enteró de quiénes habían sido los responsables del hecho. Los primeros en caer fueron los autores del robo de un automóvil en las proximidades de La Plata, entre ellos Norma Brunilda Kennedy, una activista fichada por la Policía. Más tarde fueron aprehendidos Osvaldo Agosto y los hermanos Aníbal y Gualberto Demarco. Al parecer, el primero había sido el responsable del operativo y los otros dos los depositarios del sable.
Sólo restaba rescatar el sable. Mientras los intrépidos justicieros iban a parar a la cárcel de Olmos, un capitán retirado del Ejército que había participado del amotinamiento del general Valle en 1956, de apellido Phillipeaux, actuó de intermediario en su restitución. El miércoles 28 de agosto, bien temprano, Adolfo Phillipeaux se presentó en Campo de Mayo y, solemnemente, puso el trofeo en manos del entonces coronel Tomás Sánchez de Bustamante, quien a su vez lo colocó en las del jefe de la guarnición, general Alejandro Agustín Lanusse, y éste en las del comandante del Ejército, teniente general Juan Carlos Onganía. Los altos mandos respiraron aliviados y dispusieron que el corvo quedara transitoriamente bajo la custodia del Regimiento de Granaderos a Caballo. La ceremonia oficial se llevó a cabo al día siguiente, 29 de agosto.
Enseguida se desató una polémica que duró varios meses por cuanto las autoridades del Museo Histórico Nacional reclamaron la restitución de la reliquia, cosa que, orden judicial mediante, recién se concretó el 17 de agosto del año siguiente. Increíblemente, un año más tarde, el 19 de agosto de 1965, el sable fue robado por segunda vez, sólo que a la luz del día y en medio de disparos y persecuciones cinematográficas. Igual que la vez anterior, el sable fue recuperado, sólo que 10 meses más tarde, y nuevamente trasladado al Regimiento de Granaderos, donde se halla hasta el día de hoy.
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