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El discreto encanto de la rebeldía

Las malas relaciones de Córdoba con los gobiernos nacionales no son cosa nueva. Vienen de lejos. Hagamos si no un poco de historia: casi desde la época de la fundación, cuando don Jerónimo, siguiendo su propio impulso, fundó a la vera del Suquía cuando lo habían mandado a hacerlo en otra parte, muy lejos de aquí. Tampoco es casual que, producida la Revolución de Mayo, de entrada nomás, las autoridades coloniales cordobesas se opusieron a la junta porteña, lo que les costó -literalmente- la cabeza.

Cierto es que, después de ser sosegada a punta de arcabuz, nuestra provincia abrazó como ninguna la causa independentista, pero se puso del lado de José Gervasio de Artigas, enemigo íntimo de los hombres de la metrópoli. Ni qué hablar de lo que pasó años más tarde, en la década de 1820, cuando nuestro caudillo, Juan Bautista Bustos, le sacó canas verdes a don Bernardino Rivadavia, el más centralista de los centralistas. Pasado el largo período rosista, que también tuvo sus bemoles, tras la batalla de Caseros, Córdoba siguió haciendo de las suyas, enarbolando una vez más la bandera del federalismo y convirtiéndose en uno de los pilares de la Confederación Argentina con sede en Paraná.

Por esos días, nuestra provincia dio sus mejores hombres al urquizismo gobernante, incluidos varios ministros y un presidente poco recordado: don Santiago Derqui. Pavón terminó bruscamente con aquel ensayo federalista de verdad, pero no le resultó nada fácil a Bartolomé Mitre, el vencedor, poner en caja a la provincia más díscola de todas. Tanto que debió mandar al general Paunero, su sable de confianza, para doblegar los ardores cordobeses.

Cuando retornó la calma, la provincia se integró al bando liberal y siguió así hasta la segunda década del siglo 20. Dio, en ese período, dos presidentes a la República: Miguel Juárez Celman (1886-1890) y José Figueroa Alcorta (1906-1910). Al primero de ellos los porteños no lo trataron nada bien y al grito de “ya se fue, ya se fue, el burrito cordobés”, lo jubilaron antes de que finalizara su mandato. Y lo del segundo, Figueroa Alcorta, es más que curioso: peleado a muerte con el gobernador cordobés de su propio partido, no le tembló el pulso para intervenir su propia provincia.

El grito reformista Unos años más tarde, en 1918, aquí resonó un grito estentóreo de rebeldía que retumbó fuera de los claustros universitarios. Los muchachos reformistas patearon el tablero contra un sistema monacal y anquilosado, obligando a revisar las bases de la educación superior en la Argentina y en América latina.

Después, mientras en Córdoba gobernaban los conservadores y en la Nación los radicales, las cosas no marcharon mejor, al punto de que durante la década de 1920 el rumor de intervención rondó siempre por los ambientes políticos aunque, felizmente, sin que llegara a concretarse. Pese a que en 1923 un proyecto de ley en ese sentido tuvo media sanción en el Congreso Nacional. Durante la década de 1930 sucedió algo parecido, sólo que al revés. Ahora eran los conservadores de la Concordancia los que mandaban en el país, mientras que aquí gobernaban Sabattini y Del Castillo. Don Amadeo estuvo cerca de que lo intervinieran pero zafó, suerte que no tuvo don Santiago, a quien sí le intervinieron la provincia en 1943. El desbarajuste no cesó con las llegadas de los peronistas: los desaguisados internos entre el gobernador Argentino Auchter y su vice Ramón Asís, cuando apenas iba un año de gobierno, desembocaron en una nueva intervención federal que duró varios años.

En 1955, no está de más recordarlo, el golpe que volteó a Perón nació en Córdoba, en la Escuela de Aviación. En “Córdoba la heroica”, cuna de comandos civiles. Más acá en el tiempo, después del interregno de la Revolución Libertadora, llegó al gobierno un frondizista de pura cepa: don Arturo Zanichelli. Bastó que los comandos de la resistencia volaran la planta de la Shell en camino a Alta Gracia, para que los militares que acosaban a Frondizi las 24 horas del día se salieran de las casillas y también a él se le viniera la noche, es decir la intervención federal.

No fue casual ni por asomo que la pueblada que vendría después del glamoroso Mayo francés y de la Primavera de Praga ocurriera precisamente aquí y no en otra parte. El Cordobazo hirió de muerte y le puso plazo fijo al dictador de turno, Juan Carlos Onganía, que tambaleó durante un año hasta caer. Y al año siguiente, otro estallido, el Viborazo, le movió el piso al reemplazante de Onganía, Marcelo Levingston.

Recuperada la democracia en 1973, un nuevo gobernador, don Ricardo Obregón Cano, se la vio en figurillas desde el primer día para frenar los embates de la ortodoxia justicialista enquistada en el gobierno nacional, hasta que no pudo más y desde Buenos Aires ordenaron que un jefe de Policía sacara de en medio al incómodo gobierno cordobés. Y no se vaya a creer que en épocas de facto las cosas funcionaron mejor. Durante el llamado Proceso de Reorganización Nacional, inaugurado en 1976, el general Carlos Chasseing renunció al cabo de tres años de gestión –los que van de 1976 a 1979– por desinteligencias con el gobierno militar que reducía a los gobernadores provinciales a meros delegados del poder central.

Tampoco los tiempos democráticos que alumbraron en 1983 estuvieron exentos de tironeos y topetazos entre los gobernantes de aquí y los de allá. Pese a que pertenecían al mismo partido, no fue del todo amigable la relación entre Eduardo Angeloz, el mandatario cordobés, y Raúl Alfonsín, el presidente radical. Había entre ellos apenas una buena vecindad, pero además una mal disimulada diferencia de enfoques y estilos. Pero, años más tarde y ya con Menem en el poder, las cosas subieron de color entre Angeloz, que iba por su tercer mandato, y el súper ministro Domingo Cavallo. Eran los tiempos de la “isla” cordobesa. Hasta hoy, los hombres que formaron parte de aquel gobierno inconcluso siguen culpando al economista de haber puesto palos en la rueda.

A De la Sota le tocó convivir con varios presidentes, seis si computamos a la actual presidenta y a los que duraron al menos una semana en el cargo, cinco de su propio partido, y con todos tuvo encuentros y desencuentros, especialmente con el último ex presidente. De la Sota –político hábil si lo hay– administró las disidencias con el último gobierno nacional y postergó hasta casi el final de su mandato una toma de distancia que profundizó luego de abandonar la gestión, especialmente después del conflicto con el campo.

El presente El actual gobernador heredó, entre otras cosas, la conflictiva relación de Córdoba con la Nación. Que no alcanzó a replantearse en torno a los nuevos protagonistas, tanto en el orden nacional como provincial, porque se desbarrancó tempranamente como consecuencia de la posición asumida por las autoridades cordobesas durante los días más calientes de la guerra con el campo, que cayó mal en Buenos Aires y congeló la relación por largos cinco meses. Una vez que pasó el pico del conflicto con los resultados conocidos, como siempre ocurre, llegó el tiempo del pase de facturas.

Desafortunadamente, la cuestión elegida por el Gobierno nacional para “marcar la cancha” fue una materia delicada y sensible, como lo es todo lo que tiene que ver con los jubilados, sus remuneraciones y sus legítimos derechos. Pudo ser cualquier otra, pero fue esa. Según el Gobierno local, la falta de cumplimiento de los compromisos asumidos por la Nación obligó a modificar las normas jubilatorias y recortar los haberes que perciben parte de los pasivos, con las consecuencias también conocidas. En medio hubo de todo: disturbios, declaraciones flamígeras, solicitadas, etcétera. Hasta el fin de semana, que finalmente las cosas parecieron encontrar un cauce más apropiado, al menos se abrió una instancia para dirimir las posiciones en torno a una mesa y no a través de los medios de prensa.

Nadie sabe si se llegará o no a buen puerto. Por lo pronto, habrá que esperar 90 días para saberlo, pero una cosa es segura: no será ésta la única ni la última cuestión que nos enfrente con el poder central. Por una razón muy sencilla: el federalismo argentino, igual que los glaciares en el mundo, está en retroceso y seriamente amenazado con desaparecer. Más allá de los protagonistas circunstanciales, con sensatez, sin estridencias si es posible, ha llegado la hora de replantear a fondo el modelo de país y devolver a las provincias sus prerrogativas perdidas, para que no les quede como único camino la rebeldía, o, lo que es peor, la genuflexión.

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