El año pasado, Juan cumplió 65 años. Según la ley, estaba en condiciones de jubilarse.
Sin embargo, antes de dar ese paso sin vuelta atrás, Juan quiere saber cuánto cobraría y si con eso él y su mujer podrán vivir sin apremios.
Aportó durante más de 40 años y está orgulloso por eso. Debiera ser suficiente, piensa, es mucho más de lo requerido. Pero no está seguro; es que vive en la Argentina, donde en todo ese tiempo en que él entregó parte de su salario, los gobiernos usaron la plata para otras cosas. Y la inflación causó estragos.
Más ceros, menos ceros
Juan empezó a trabajar como aprendiz en los '60. Cobraba en "pesos moneda nacional", hasta que pocos años después le comenzaron a pagar el salario reducido en dos ceros con unos billetes que llevaban estampada la leyenda "Pesos Ley 18.188".
No alcanzó a acostumbrarse a correr la coma, cuando los sustituyeron por otros llamados "pesos argentinos", rebanados esta vez en cuatro ceros.
Él era un obrero; no sabía si aquellos cambios afectarían sus ahorros ni si, a la hora de jubilarse, recuperaría todos esos ceros mutilados en el camino. Sólo pensarlo le causaba una incómoda sensación de vértigo. Lo que más lo afligía eran los comentarios que escuchaba a diario, eso de que las cajas estaban fundidas y, más aún, comprobar que lo que cobraban los mayores de la familia no les alcanzaba ni para los remedios. Del prometido 82 por ciento móvil, ni noticias. Los gobiernos de turno, civiles o militares, culpaban a los anteriores. A Juan no le importaba demasiado quién era el responsable, lo que él quería saber es si le correría la misma suerte que sus mayores.
Un buen día, el patrón le pagó la quincena en "australes". La suma le pareció exigua; le faltaban tres ceros. Se quedó un buen rato mirando alternativamente los flamantes billetes y al patrón, que se encogió de hombros.
"Usted me hace los aportes, ¿no?", preguntó Juan luego de firmar el recibo y guardar la plata en su bolsillo. "Por supuesto, qué te pensás", contestó el otro con un dejo de fastidio.
No se lo dijo, pero se había enterado de que muchos que se presentaron a iniciar el trámite, se encontraron con que algunos patrones no habían depositado la plata que les habían retenido. Y, al parecer, no había nada que hacer; era una estafa, y lo único que cabía era denunciarlos. Para colmo, algunos empleadores habían quebrado y otros estaban muertos.
No pasó tanto tiempo para que su salario perdiera otros cuatro ceros. "¿Qué pasó?", preguntó Juan, desconcertado. "Otro cambio de moneda", le respondieron, pero quedate tranquilo que esos son dólares. Juan volvió a mirar los billetes que tenía en sus manos y leyó: "Pesos". Además, el que estaba en la foto no era Washington ni Franklin. ¿Dólares? "Sí, son como dólares. Si vas al banco te los cambian por dólares verdaderos", le dijeron.
Juan se retiró sin entender muy bien la cosa. El del billete era de acá, estaba seguro. !Un peso, un dólar!, le gritó el pagador antes de que se perdiera de vista.
Sin embargo, no tardó en comprobar que los jubilados de entonces no cobraban en dólares porque la televisión devolvía cada miércoles la imagen de una señora mayor, desdentada, que capitaneaba un contingente de viejos que daban vueltas incansablemente alrededor del Congreso reclamando el 82 por ciento móvil.
Estado o AFJP
Juan tuvo un momento de zozobra cuando, allá por 1994, el contador lo llamó y le dijo que tenía que optar. "¿Optar?", repitió él, confundido.
El contador se reclinó en su silla y le explicó que el gobierno había reformado el sistema previsional y ahora en lugar de uno, había dos sistemas, uno público y otro privado.
"¿Y cuál es mejor?", atinó a preguntar. "A ver, cumpliste 51... te faltan 14... quedate en el público".
-¿Le parece?
-Sí, me parece.
Y Juan se quedó nomás en el sistema de reparto. Sus compañeros más jóvenes optaron por el sistema privado, convencidos de sus bondades. Le quedaba el consuelo de que se mantenía el asunto ese del uno a uno, que, según le dijeron, se respetaría a muerte.
La ilusión le duró hasta el 20 de diciembre de 2001. Esa noche, después que apagó el televisor, no pudo dormir. Las imágenes que acababa de ver lo llenaron de malos presagios. Enseguida llegaron la devaluación y la pesificación, algo que Juan no entendió muy bien hasta que se lo explicaron. Entonces le quedó claro que su jubilación sería en pesos de acá. Y cuando días más tarde cobró la quincena, comprobó que su salario había caído a un cuarto de su valor anterior, porque en calle Rivadavia cambiaban un dólar por cuatro pesos.
Al cabo de unos meses, durante una cena familiar, el cuñado de Juan, uno de esos que se las saben todas, se quejaba amargamente por haber optado por una AFJP. Juan le preguntó por qué, si todos decían que manejaban mejor la plata que el Estado. Entonces el hermano de su mujer le explicó que las AFJP tenían colocados los fondos en títulos públicos, que después del default valían la mitad. Juan quiso saber qué pasaría el día que su cuñado tuviera que jubilarse, pero no se lo preguntó para no amargarle la cena.
Esa noche, cuando se metió en la cama, Juan suspiró aliviado porque al menos había zafado de ésa. Pero no pudo conciliar el sueño: le vino a la mente la imagen de su pobre padre, que después de trabajar toda su vida terminó cobrando la jubilación mínima pese a que había aportado más. De no ser por la ayuda de los hijos, la hubiera pasado mal. ¿Le esperaría lo mismo él?
Un día, durante el receso para almorzar, leyó en un diario que 1,3 millón afiliados a AFJP habían vuelto al sistema estatal de reparto. Se preguntó si su cuñado estaría entre ellos. A los pocos meses, su mujer lo recibió con una noticia bomba: se acabó la jubilación privada, ahora todos vuelven al sistema público. ¿Todos? ¿Los que optaron por quedarse en el privado también?, preguntó. Todos, incluido mi hermano, le respondió ella. ¿Y eso es bueno o malo?, fue lo único que se le ocurrió en ese momento.
La semana pasada Juan cumplió 66 y sigue trabajando, no se decide. Es que averiguó cuánto cobraría de jubilación. Viejo, ¿viste que cuando te jubiles te van a pagar el 82 por ciento móvil?, le dijo su mujer mientras servía la cena. ¿Te parece, vieja? Bueno, es lo que acaban de decir en el noticiero. Él siguió masticando en silencio.
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