Cuenta la leyenda que en Córdoba existe un partido que está por encima de los partidos políticos conocidos; una mano invisible que mueve los hilos del poder sin que se note, sin importar si, ocasionalmente, gobiernan civiles o militares, peronistas o radicales, si llueve o brilla el sol.
Quienes aseguran que existe, lo describen como un partido virtual; sin autoridades, estatutos ni afiliados, que atraviesa horizontalmente la sociedad cordobesa y replica en su seno la matriz estructural de poder, inalterable a lo largo del tiempo. Tampoco como una sociedad secreta, al estilo masónico, ni una organización formal que celebra reuniones de tablas o simposios anuales, sino como un entramado de lazos intangibles, un sistema alambicado de complicidades y entendimientos tácitos entre corporaciones y actores heterogéneos de la sociedad cordobesa que se mueven detrás de bambalinas, sutilmente.
Sus exégetas aseguran que funciona como un oficialismo atemporal, que gravitó por igual en períodos constitucionales y de facto, y que cobija bajo sus alas protectoras no sólo a políticos y jueces, sino también a empresarios, intelectuales y referentes comunitarios de nota, a la vez que contó –y cuenta aún- con fuerte raigambre en estamentos tradicionales como la Iglesia, la Justicia y la Universidad. Y, sobre todo en determinadas épocas, en las guarniciones militares.
¿Existe realmente?
Lo que sí existe y puede acreditarse desde el punto de vista histórico es una matriz de poder estable, cultora del cordobesismo, cuyos orígenes vale la pena rastrear.
El cordobesismo, entendido como impulso localista y antiporteño, existió desde la primera hora; desde que Jerónimo Luis de Cabrera fundó Córdoba bien lejos de donde lo mandaron hacerlo. Ese talante insumiso se consolidó en tiempos virreinales, cuando Córdoba se mantuvo abroquelada en su mediterraneidad geográfica y blindada con la impronta jesuítica que le insufló aires doctorales y cierta cuota de rebeldía.
El espíritu localista sufrió un topetazo poco después de la Revolución de Mayo, cuando la Junta porteña mandó a fusilar a los líderes del alzamiento contra las nuevas autoridades. No en vano, en los años que siguieron, Córdoba fue tierra fértil para el autonomismo artiguista, primero, y un acendrado federalismo antirivadaviano después, en tiempos del brigadier Bustos.
Tras la batalla de Caseros y la ulterior sanción de la Constitución de 1853, Córdoba formó parte del núcleo duro de la antiporteñista Confederación Argentina, con sede en Paraná. Los provincianos perdieron la partida en Pavón (1861) y, trascartón, Bartolomé Mitre, el vencedor de aquella aciaga batalla, le dio otro empellón al cordobesismo, que, sin embargo, en los años siguientes restañó sus heridas y se reconfiguró sobre nuevas bases, acordes con el país emergente.
Pasada la etapa turbulenta que sucedió a la agresión mitrista, y estabilizada la política cordobesa, ya en tiempos de la Generación del '80, el cordobesismo se reencarnó en la versión local del Partido Autonomista Nacional (PAN), sinónimo de oficialismo durante varios lustros. En 1880 llegó a la gobernación Miguel Juárez Celman, quien más tarde se calzó la banda presidencial. El cenáculo juarista solía reunirse en la estancia La Paz, cuando Julio A. Roca visitaba Córdoba, o en el selecto club El Panal, donde se tejía y destejía la madeja del poder local. Con variantes, así fueron las cosas hasta que la ley Sáenz Peña abrió la puerta a otros actores.
Como el sol, siempre está
En la nueva etapa, la Córdoba tradicional fue antiyirigoyenista: Ramón J. Cárcano, figura excluyente del conservadurismo progresista, la interpretaba mejor que la dirigencia radical emergente; esa situación, con otros protagonistas, se mantuvo durante la mayor parte de la década de 1920 y la mitad de la década siguiente.
Durante todo ese tiempo, gobernó el Partido Demócrata, representado sucesivamente por Rafael Núñez, Gerónimo del Barco, Julio A. Roca (h), otra vez Ramón J. Cárcano y Pedro J. Frías. Las cosas cambiaron en la memorable elección de 1935, y el poder pasó de manos de los conservadores a manos del radicalismo sabattinista, bien plebeyo, pero igualmente cordobesista.
En la década siguiente, la Córdoba tradicional fue rabiosamente antiperonista: llegada la hora, jugó fuerte en la llamada Revolución Libertadora, que contó con el apoyo y concurso efectivo de la rancia cordobesía que dio sustento social al período de facto que sobrevino tras la caída de Perón.
Los gobernadores constitucionales Arturo Zanichelli (1958-1960), Justo Páez Molina (1963-1966) y Ricardo Obregón Cano (1973-1974), por distintos motivos, tuvieron roces con la Córdoba tradicional. Durante los períodos de facto de 1966-1973 y 1976-1983, esa Córdoba tuvo su hora de gloria: manejó los hilos del poder y aportó, sin complejos, una nutrida legión de civiles que coparon el aparato gubernamental y los estamentos de poder, consumando un maridaje explícito con los dictadores de turno.
1983 en adelante
Los gobernadores cordobeses de la era de la democracia recuperada mantuvieron, en general, buena sintonía con el poder permanente. Hasta hoy, ninguno de los cuatro lo atacó a fondo ni lo tuvo abiertamente en contra.
Quien mejor se llevó con el establishment local fue el primero de la serie, Eduardo César Angeloz, profundo conocedor de ese complejo entramado que lo apoyó activamente: podría decirse que dio y recibió en igual medida, en un intercambio que confirió estabilidad a su primer y segundo mandato. Por esos días, el poder permanente repartía su predilección entre el angelocismo y el menemismo gobernante a nivel nacional. Sin embargo, la fórmula a base de cordobesía recargada que el gobernador ensayó durante su tercer mandato no fue suficiente para evitar su renuncia anticipada.
Ramón Bautista Mestre, el sucesor de Angeloz, no terminó de concitar la completa adhesión de los estamentos tradicionales de poder, tanto que, entre otros, uno de los sectores con los que se enfrentó fue la Iglesia, desconforme con la política educativa del entonces gobernador.
En 1999 se abrió un ciclo peronista que hace poco cumplió 14 años. José Manuel de la Sota también se cuidó de no ofender con sus actos de gobierno la fina sensibilidad de quienes no tienen votos pero ejercen influencia a la hora de votar. En esa línea, bien puede decirse que optó por emular a los viejos conservadores y mantener el estatus quo todo lo que pudo antes que apelar a fórmulas transformadoras más propias del peronismo, potencialmente conflictivas. En su tercer mandato, tras el interregno de Juan Schiaretti, reflotó la receta cordobesista para pulsear con el gobierno nacional.
Tiempo presente Así las cosas, mientras que ningún modelo alternativo logró abrirse paso hasta aquí, el poder permanente de Córdoba se aggiornó a las cambiantes circunstancias de las últimas décadas; y, pese a que su gravitación ya no es la misma que en el pasado y que ha debido ceder o compartir espacios en territorios que otrora dominaba a su antojo, conserva, sin embargo, su ascendiente sobre buena parte de la sociedad y sigue contando a su favor con la adhesión -discreta o militante- de una vasta gama de políticos, empresarios, comunicadores, intelectuales y magistrados que prefieren que Córdoba no cambie demasiado. Que siga siendo la misma de siempre.
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