En la segunda mitad del siglo XIX, en plena era modernista, la Córdoba fundada por Jerónimo Luis de Cabrera en 1573 dejaba de a poco de ser una aldea para graduarse de ciudad cosmopolita; una población cercana a los 50.000 habitantes demandaba servicios públicos acordes a una comunidad de ese rango.
Una de esas demandas básicas era contar con medios de transporte para el desplazamiento de los vecinos desde y hacia los barrios periféricos de esa época, denominados “Pueblos”. Fue entonces que salieron al ruedo los primeros tranvías; pesados carromatos tirados por forzudos caballos que circulaban sobre rieles, uniendo distintos puntos de la ciudad. La primera línea, inaugurada en 1879, unía la hoy plaza San Martín con Pueblo General Paz.
Ese servicio tuvo exclusividad durante tres décadas, hasta que aparecieron los tranvías eléctricos, que fueron reemplazando a los de tracción a sangre. Los primeros automotores para transporte de pasajeros debutaron alrededor de 1930. A partir de ese momento, los ómnibus urbanos convivieron con los tranvías eléctricos, hasta 1962, año en que estos últimos dejaron definitivamente de funcionar.
Junto con el servicio, surgió la agremiación. Chofer es una declinación del chauffeur inglés, adaptada a los usos locales. El gremio de los choferes se organizó junto con la actividad, integrado primero por los motorman, los conductores de tranvías y, más tarde, por los de ómnibus. Lo mismo por el lado empresario, que tuvo su corporación propia.
Quedó entonces conformado un sistema con corporaciones fuertes a dos puntas; del lado laboral la legendaria UTA (Unión Tranviarios Automotor), y del lado empresario, la poderosa FETAP (Federación Empresaria de Transporte Automotor de Pasajeros). Pese a estar integradas a nivel nacional, ambas organizaciones siempre se movieron con un alto grado de autonomía impuesto por las particulares características de Córdoba.
Dada la extrema sensibilidad del servicio y su directa incidencia en la vida diaria de la gente, los avatares gremiales del sector tuvieron mayor incidencia política que otros, y por eso mismo, huelgas y conflictos jalonaron la vida cordobesa a lo largo del tiempo. Una de las más recordadas, la de fines de 1946, culminó con la estatización del sistema. Así nació la legendaria CATA (Comisión Administradora del Transporte Automotor), que al cabo de algunos años también entró en crisis. En 1962, otro paro por demandas salariales, precipitó la privatización del sistema, que incluyó el reciclaje de trabajadores convertidos en empresarios a la fuerza.
En esa misma época comenzaron a circular por la ciudad las famosas “chanchas”, unos Mercedes Benz de origen brasileño que reforzaron el transporte público reprivatizado. Igualmente emblemáticos fueron los “loros”, los ómnibus traídos de Inglaterra pintados de verde. “Chanchas” y “loros” formaron parte del paisaje urbano de esa Córdoba entrañable de los años ’60.
El sistema funcionó a los ponchazos hasta 1969, cuando se reestructuraron los recorridos y fusionaron las prestatarias, quedando concentradas en siete, entre las que ya se encontraban Coniferal y Ciudad de Córdoba, las dos únicas sobrevivientes de los naufragios posteriores. Otras quedaron el camino, como Unión, Suquia, San Alfonso y 12 de Octubre.
Uno de los conflictos más recordados fue el de fines del año 1973, que fungió como telón de fondo del tristemente célebre “Navarrazo” de comienzos de 1974. Una demanda salarial derivó en el consabido pedido de aumento del boleto por parte de la FETAP, que el entonces gobernador Ricardo Obregón Cano se negó a convalidar.
El secretario general de la UTA y de la CGT Regional Córdoba era Atilio López, figura emblemática del momento más virtuoso del movimiento obrero cordobés. Bajo su conducción, la UTA de los ‘60 y ‘70 era una de las patas del trípode que conformaba la vanguardia del sindicalismo cordobés junto al gremio de Luz y Fuerza, comandado por Agustín Tosco, y el SMATA de Elpidio Torres.
Por esos años, la participación masiva y solidaria de los tranviarios en las jornadas de luchas populares era esencial. La UTA garantizaba los llamados “paros activos”, que comenzaban a las 11 de la mañana, trasladando a los trabajadores a sus lugares de trabajo, que sin transporte se quedaban en sus casas, como indicaba el manual de los “paros materos”, preferidos por los burócratas. Es importante señalar que, a diferencia de lo que ocurre en la actualidad, aquel gremio, sin dejar de lado sus planteos sectoriales, anteponía las consignas generales del movimiento obrero a sus propios intereses, y actuaba en consecuencia.
Las quiebras empresarias fueron moneda corriente a lo largo de la historia. En un país inestable como la Argentina, uno de los rubros que sufrió con mayor intensidad las marchas y contramarchas en materia de regulaciones fue justamente el transporte de pasajeros. Tras una etapa de bonanza y relativa estabilidad, que tuvo su pico a comienzos de los ’90, comenzó una declinación que persiste hasta hoy, quedando varias empresas en el camino y muchos trabajadores en la calle.
Desde entonces, en Córdoba el sistema sufre una progresiva regresión, como los glaciares en el mundo. Durante los últimos veinte años, viene perdiendo usuarios al punto de que del millón de boletos diarios que llegó a cortar, hoy se expende menos de la mitad. El público fue abandonando el uso del transporte público y recurriendo a la vez a medios alternativos. Esa tendencia negativa no es neutra, por cierto, sino que genera daños colaterales por cuanto quienes no utilizan el transporte público se movilizan en vehículos particulares, ya sea automotores o motocicletas, con la consiguiente carga de congestión vehicular, accidentes y contaminación ambiental.
En ese contexto declinante, el clásico de los últimos diez años se planteó alrededor de pujas sectoriales que soslayan el interés de los pasajeros. Por un lado, los empresarios defendiendo con uñas y dientes su rentabilidad, sin importarles que las sucesivas subas del precio del boleto les haga perder clientela. Y, por el otro, el gremio, empeñado en conservar salarios más altos que el promedio y el plus consagrado en el convenio cordobés.
La virulencia alcanzada durante los paros prolongados de los últimos tiempos derivó en una controversia jurídica acerca del carácter esencial del servicio de transporte y de la posibilidad de establecer límites a la acción gremial, una polémica que sigue abierta.
El Municipio, que es el poder concedente y regulador de este servicio público, no logró encarrilar los conflictos ni resolvió los problemas estructurales de la actividad y, en cambio, por acción u omisión, contribuyó a profundizarlos, una realidad que persiste hasta hoy.
Es cierto que la ciudad de Córdoba ofrece complejidades específicas para el buen funcionamiento de un sistema público de transporte: un ejido municipal extenso, barrios distantes entre sí, barreras naturales como el río que atraviesa la ciudad, escasas avenidas y calles estrechas, subidas y bajadas. A esas limitaciones debe sumarse la inexistencia de un medio masivo de transporte alternativo al automotor, como un subterráneo, monorriel o ferrourbano, como existe en otras ciudades del mundo.
Sin embargo, nada de eso es suficientes para explicar el fracaso que condena a los cordobeses a pagar el boleto más caro de la Argentina y recibir a cambio posiblemente el peor servicio del país.
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