Podría adelantarse que fue dicotómica e intensa, para nada aburrida, como casi todo en la vida del sanjuanino.
En el terreno de las relaciones humanas, suele decirse que la primera impresión es la que cuenta, y es posible que tal aserto se haya verificado con creces entre Sarmiento y Córdoba luego de su primera visita a esta.
Fue en 1821, y a tenor de lo que Ricardo Rojas recoge en El profeta de la pampa, aquella experiencia causó honda impresión en el niño de 10 años que llegó a la docta ciudad acompañado por su padre, José Clemente.
Si bien el motivo del viaje no dio los frutos esperados, el visitante llenó sus ojos infantiles de imágenes novedosas e impactantes. Veamos: el propósito era gestionar una beca para ingresar al Seminario Nuestra Señora de Loreto y cumplir de ese modo con el deseo materno de doña Paula de que su hijo se convirtiera en sacerdote; pero no pudo ser.
Lo que sí pasó, fue la presencia de Domingo durante los fastos de la celebración del 25 de Mayo, presididas por el entonces gobernador Juan Bautista Bustos, desfile de tropas y solemne tedeum incluidos. “Las músicas militares y las campanas de los templos estremecían el alma del muchachito sanjuanino y, cuando entró con su padre en la Catedral, su asombro llegó a la embriaguez”, cuenta Rojas.
Cuando en 1845 publica el Facundo, traza en sus páginas una semblanza de la Córdoba de 1825.
Aunque aquella primera impresión persistía, su juicio no es benévolo: “Esta ciudad docta no ha tenido hasta hoy teatro público… Córdoba no sabe que existe en la tierra otra cosa que Córdoba”, sentencia, presentándola como un “claustro encerrado entre barrancas”, en alusión a la impronta clerical que, según él, ofrecía la ciudad.
Es posible que esa acidez haya sido funcional a lo que perseguía plasmar en su máxima obra literaria: una crítica explícita al pasado hispánico y a los resabios que, en su opinión, seguían obrando como soportes del atraso del país.
Si así fue, hay una conexión directa, entonces, con lo que, 25 años más tarde, ya no escribió, sino que hizo. Fue cuando desde la presidencia de la Nación se propuso cambiar radicalmente ese perfil de la Córdoba que, por lo visto, seguía perturbando su memoria.
Con ese fin, no sólo inauguró en 1870 el ferrocarril que uniría las ciudades de Rosario y Córdoba —en la visión sarmientina el tren era símbolo de progreso—, sino que prohijó un colosal desembarco impregnado de positivismo y modernidad, cuyas huellas físicas aún persisten en el paisaje urbano.
“Sarmiento estaba empeñado en cambiar el rostro a esa Córdoba que percibía atrapada por un clericalismo paralizante”, afirma el historiador Alfredo Terzaga.
La Academia Nacional de Ciencias —cuyo magnífico edificio sigue ornamentando la avenida Vélez Sarsfield—, el Observatorio Astronómico Nacional, igualmente en pie; la Oficina Meteorológica Nacional, que funcionó en Córdoba hasta 1884, forman parte del repertorio cientificista y disruptivo con el que aspiraba a conjurar el espíritu de una plaza, en su visión, atrapada en el pasado colonial.
Las instituciones mencionadas vinieron de la mano de sabios y eruditos europeos y norteamericanos como Hendryk Weyenbergh y Benjamín Gould.
Se dio el gran gusto de volver a pisar la ciudad después de 50 años para inaugurar la Exposición Nacional de 1871, cuyos pabellones exhibían los adelantos de la industria destinados a sustituir los modos rudimentarios de producción.
En la ocasión, rodeado de sus ministros y altos dignatarios provinciales, volvió a exponer en público sus ideas y a estigmatizar lo que llamaba barbarie.
Sin embargo, es probable que, además, Córdoba haya calado hondo en sus sentimientos porque era la tierra de la mujer a quien amaba: Aurelia Vélez, hija de su entrañable amigo y colaborador Dalmacio Vélez Sarsfield.
La última vez que estuvo en la provincia fue en 1879, convocado por Aurelia, quien por esos días residía con su madre en Jesús María. La visita, que le sirvió además para sosegar sus desbordes políticos, se extendió algunos meses y se dice que eran frecuentes los paseos de la pareja por el parque de la antigua iglesia de la villa.
Allí, durante alguno de esos paseos, Sarmiento talló furtivamente las iniciales D.F.S en el tronco de un corpulento nogal, que perduraron hasta que el árbol sucumbió en 1942.
Antes y después de la anécdota, Sarmiento y Córdoba recorrieron su propio camino, pero algo es innegable: hubo entre ambos una relación cercana, a veces tensa, otras amigable, que forma parte de la historia nacional.
*Nota para el Diario La Voz del Interior
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