En 1815, con apenas 30 años cumplidos, Martín Miguel de Güemes –miembro de una familia patricia de Salta- fue designado gobernador de aquella provincia. Era un momento difícil; ese mismo año, el ejército de Rondeau fue vapuleado por los españoles en Sipe-Sipe, perdiéndose por completo el dominio del Alto Perú y quedando la frontera norte gravemente expuesta al avance realista. Los hombres de Buenos Aires, obsesionados con Artigas, parecían no tomar conciencia de la situación y tampoco ocultaban sus recelos hacia el flamante gobernador de Salta. Sin embargo, urgidos por la necesidad y siguiendo el atinado consejo de San Martín, finalmente confiaron a Güemes y sus gauchos la defensa de la vulnerable frontera con el Alto Perú.
En junio de 1816, Pueyrredón, como Director Supremo, le encomendó al gobernador de Salta “la defensa de las Provincias Unidas y la seguridad del Ejército Auxiliar del Alto Perú”. Poco después, el Gobierno porteño ordenó el repliegue de lo que quedaba de aquel maltrecho ejército hacia Tucumán. A partir de ese momento, la responsabilidad de custodiar la frontera y frenar las invasiones españolas quedó en manos de los gauchos salteños. La suerte de las Provincias Unidas se estaba jugando a cara o cruz: declarada la Independencia, Güemes debía custodiar el norte mientras, en Mendoza, San Martín preparaba el Ejército de los Andes.
Guerra de guerrillas
El territorio expuesto era enorme y varias las rutas que podía utilizar el invasor; Güemes sólo contaba para defenderlo con el legendario valor de sus hombres. José María Paz afirma en sus Memorias que Güemes era gangoso y tenía serias dificultades para hablar; sin embargo, utilizando el mismo lenguaje que ellos, se hacía entender perfectamente por sus gauchos, que lo idolatraban y estaban dispuestos a dar la vida por su jefe.
Güemes golpeaba y se escabullía. “Su plan es de no dar ni recibir batalla decisiva en parte alguna, y sí de hostilizarnos en nuestras posiciones y movimientos”, escribía, alterado, el jefe de las fuerzas realistas al virrey del Perú. Así transcurrieron varios meses, hasta que España, desembarazada de Napoleón, decidió lanzar una gran contraofensiva para aplastar la Revolución sudamericana y recuperar sus colonias. Un ejército de cinco mil veteranos al mando de José De la Serna bajó del Perú y marchó sobre Salta; el 1º de marzo de 1817 los españoles ocuparon la ciudad. La gente de Güemes, guarnecida en los cerros y montes que conocían como la palma de la mano, los hostigaba con acciones fugaces, en el momento y el lugar apropiados. Al cabo de algún tiempo, el jefe español, desgastado por esa guerra contra un ejército fantasma que golpeaba y desaparecía, decidió retornar al Alto Perú. Era buen momento para contragolpear, pero los gobernantes porteños –que seguían más preocupados por las evoluciones de Artigas y sus aliados que por reconquistar el Alto Perú– no sólo no lo hicieron, sino que ordenaron al ejército de Belgrano, que como dijimos se hallaba en Tucumán, que bajara a Buenos Aires para defenderlos de la amenazadora cercanía de los caudillos del Litoral, López y Ramírez.
En los años siguientes se reanudaron los embates realistas, comandados sucesivamente por Olañeta, Canterac y Ramírez Orozco. Todos fueron rechazados. En 1820, Güemes, con escaso apoyo del resto de las provincias, intentó organizar un ejército para auxiliar a San Martín, que se hallaba en el Perú. Así se llegó a 1821; un año difícil para Güemes, acosado por los españoles y por una rebelión interna soliviantada por Bernabé Aráoz –el gobernador de Tucumán- que logró sacarlo momentáneamente del poder con la complicidad de los sectores más reaccionarios de la alta sociedad salteña que a esa altura colaboraban sin disimulo con el enemigo. Entretanto, los españoles se mantenían al acecho, aguardando el momento oportuno para caer nuevamente sobre Salta. Aprovechando el clima de intrigas alimentado por los confabuladores, ese momento llegó finalmente el 7 de junio de aquel año, cuando José María Valdés, “Barbarucho”, el lugarteniente del general Olañeta, cayó por sorpresa sobre la ciudad. Güemes, que se había refugiado en casa de su hermana Magdalena, “Macacha”, al escuchar unas descargas de fusilería, montó su caballo y abandonó precipitadamente el lugar, pero la partida que lo perseguía disparó sobre él, acertándole un balazo en una pierna. Finalmente, había ocurrido lo que Güemes tanto temía: sufrir una herida que podría resultarle mortal. Lo que para Mitre era signo de falta de coraje (“huía del peligro, manteniéndose lejos de los combates”, escribió años después) para otros era a causa de que supuestamente padecía de hemofilia, una enfermedad que impide la coagulación de la sangre.
Malherido, Güemes llegó a su campamento en Cañada de la Horqueta. Hasta allí llegó un emisario de Olañeta para ofrecerle un armisticio que Güemes rechazó. No era la primera vez que el enemigo le ofrecía beneficios a cambio de que depusiera su actitud. Luego, mandó a reunir a sus oficiales, a quienes instruyó para que continuaran la lucha hasta las últimas consecuencias. A la intemperie y postrado sobre un humilde catre de campaña, presentía que su fin estaba próximo. Su penosa agonía duró 10 días; el 17 de junio, en medio del monte, Güemes expiró rodeado por sus hombres. Ese mismo día, el general Olañeta hizo su entrada triunfal en Salta aunque permanecería allí por poco tiempo: los españoles, hostilizados por los gauchos salteños, se retiraron definitivamente el 26 de julio. Dos días después, en Lima, San Martín proclamaba la Independencia del Perú. Güemes no pudo vivir lo suficiente para disfrutar de ese triunfo que era también el suyo.
Los restos de Martín Miguel de Güemes, el guardián de la frontera, descansan en el panteón de las Glorias del Norte, en la iglesia catedral de Salta.
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