Juan Bautista Bustos, para la historia oficial, es un caudillo. ¿Y qué es un caudillo en la visión de los que escribieron la historia oficial? Es una categoría inferior de personaje histórico, marginal y bien diferenciada de la condición de “prócer”, reservada para quienes la Academia considera con lauros suficientes para formar parte del panteón nacional. Tal como lo consagra el libreto sarmientino, por aquello de “civilización o barbarie”.
Así, según esa lógica maniquea, los grandes próceres quedaron asociados a las gestas magnas de la Revolución, la Independencia y la Organización Nacional, en tanto que los caudillos impregnan las páginas más oscuras, como la anarquía o las guerras intestinas.
Probablemente sea así porque los caudillos son gente del interior, provincianos que a su tiempo se alzaron contra la prepotencia del Puerto y pagaron caro por ello. El caso más evidente fue el de José Gervasio Artigas, el primero en alzarse contra Buenos Aires y, por eso mismo, el primero en sufrir las consecuencias.
Sin entrar a considerar el rol que cumplieron cada uno de ellos, que fue bien diferente, lo primero que debemos decir es que Bustos no fue un caudillo, no al menos como los presenta la versión oficial, como seres autoritarios y violentos, enemigos de la organización y adulados por la masa ignorante que los sigue.
Para nada. Bustos no era ninguna de esas cosas. Fue un militar de carrera, que tuvo su bautismo de fuego durante las Invasiones Inglesas y después se plegó a la Revolución de Mayo del lado del bando saavedrista. En esa condición cobró protagonismo hasta que la turbulenta política rioplatense devoró al presidente de la Primera Junta y puso en escena a otros actores.
Marchó al Alto Perú cuando el Ejército Auxiliar del Norte, después de una serie de éxitos y fracasos militares, quedaba estacionado como fuerza de reserva en San Miguel de Tucumán, en tanto la custodia de la frontera pasaba a ser responsabilidad de Martín Miguel de Guemes y sus valerosos gauchos. Durante todo ese tiempo, Bustos formó parte del Estado Mayor del ejército comandado por Manuel Belgrano, junto a otros connotados oficiales como Gregorio Aráoz de Lamadrid, Eustaquio Díaz Vélez, José María Paz y Manuel Dorrego.
Ese mismo ejército fue reclamado por el Directorio porteño para que lo defendiera del asedio de los caudillos del Litoral –Estanislao López y Francisco Ramírez-, por entonces aliados con Artigas. La misma orden se impartió al Ejército de los Andes, que operaba en Chile presto a pasar al Perú.
Belgrano acató la orden, San Martín no. Así fue como las tropas bajaron desde Tucumán hacia la metrópoli, adonde nunca llegaron porque se sublevaron antes en Arequito, una posta del Camino Real. Bustos fue uno de los promotores del motín, indignado como los demás oficiales por tener que batirse con sus propios compatriotas sólo porque la gente de Buenos Aires así lo disponía. En lugar de eso, Bustos optó por marchar a su Córdoba natal, donde, a lo largo de casi una década, desplegó una acción de gobierno constructiva, tolerante y de cuño progresista.
Para empezar, hizo sancionar un Reglamento Provisorio de Gobierno que era en realidad una constitución en medio de un país donde reinaba la anarquía, que establecía el funcionamiento de los poderes republicanos, garantizaba la libertad de expresión y los principales derechos ciudadanos. Hizo, además, una fuerte apuesta por la educación, remozando la vetusta universidad que había vuelto a manos de la Provincia y creando una Junta Protectora de Escuelas para la promoción de la educación en todo el territorio cordobés. Trajo una imprenta, que no la había desde los tiempos coloniales.
La pregunta de cajón es, entonces, por qué Juan Bautista Bustos fue rotulado como caudillo y estigmatizado como tal. Hasta hoy, sigue cautivo del implacable estereotipo de barbarie pergeñado por Sarmiento; ese traje a medida para sujetos incultos, violentos y autoritarios, aferrados al atraso y venerados por individuos más ignorantes aún que ellos. Gente primitiva, de a caballo, sin roce mundano, de visiones cortas y ambiciones largas. Así, al menos, quedaron retratados de cara a la Historia.
Mientras fue gobernador, en Córdoba no hubo Mazorca ni excesos de ninguna clase; no hubo persecución política ni represión sangrienta como en otras partes. Bien puede decirse que Bustos dio a Córdoba un decenio de estabilidad en medio de la convulsión reinante en las Provincias Unidas y del internismo desenfrenado de la época.
Autoritarios son quienes no admiten límites a su poder ni toleran opiniones disidentes. ¿Lo fue Bustos? ¿Puede serlo alguien que promovió una Constitución de corte republicano? Claro que no. El reglamento de 1821 es una pieza jurídica adelantada para su tiempo, como no hubo otra hasta 1853.
Y una más: Si Bustos hubiera sido un gobernante autoritario, ¿hubiera promovido y garantizado la libertad de prensa? ¿Hubiera hecho traer una imprenta a Córdoba? No, no lo hubiera hecho; lejos estaban los mandones de ese tiempo de apoyar la circulación de la palabra escrita, la difusión del pensamiento y la opinión a la que tanto temían. Bustos no le temía; y muy pronto brotaron periódicos, folletos y papeles de toda clase, a favor y en contra, que fecundaron el debate político de la época.
Otra vez: si Bustos no era ni autoritario ni violento; si, como quedó dicho, creía en el valor de la educación, en el ejercicio de la soberanía popular y en los derechos ciudadanos, en la libertad de expresión y en el orden legal y no descuidó la economía ni la administración, ¿por qué se lo condenó al olvido aún entre los cordobeses, su pueblo? ¿Por qué durante años generaciones enteras le dieron la espalda, sin reconocerle esos méritos, como si fuese un malandrín?
Repasamos una y otra vez su vida sin hallar nada vergonzante en ella. No hay puntos oscuros ni mácula alguna que pueda mover a escarnio o decepción. En cambio lo volvemos a ver como hijo de buena familia, instruido, hombre de trabajo, soldado de la patria, gobernante virtuoso, esposo y padre cabal. No encontramos crímenes inútiles, sospechas de corrupción, actos de cobardía ni nada por el estilo. ¿Entonces?
A no ser que hayan molestado sus ideas. Es que Bustos fue políticamente atrevido, un federal tozudo que sobrepaso los límites domésticos y se metió de lleno en la pelea grande de poder, interponiéndose en el camino de los pesos pesados de su tiempo, como el ascendente Bernardino Rivadavia. Que, además, apoyó como pocos la campaña continental de San Martín a quien los hombres de Buenos Aires le habían soltado la mano y querían ver fuera de escena.
Y que pulseó con los unitarios más connotados de su tiempo, que tenían en mente una idea de país muy diferente a la de él y de otros, como Manuel Dorrego, a quien fusilaron sin miramientos. Y por si fuera poco, pese a ser federal igual que ellos, tuvo roces con algunos de sus pares, como Francisco Ramírez y, más tarde, con el santafesino Estanislao López, más propicio a entenderse con el poder central que con el resto de los gobernadores.
Quizá abrió demasiados frentes al mismo tiempo, tal vez debió especular un poco más como hacía la mayoría. En cambio de eso cometió el peor de los pecados: pretender disputarle el poder a los mandos porteños, intentar convertir a Córdoba en el meridiano político del país. Y pagó un alto precio: se lo acusó de anarquista y ambicioso. De querer ser presidente, como si eso fuera algo muy malo. ¿O acaso los presidentes debían ser gente del Puerto? No en vano desde la metrópoli se lo difamó, aisló y combatió, hasta derrocarlo. Y no conformes con ello, se lo condenó al olvido.
Por fortuna, la verdad siempre termina abriéndose paso. Bustos es el emergente de un tiempo tumultuoso en que Córdoba jugó fuerte y voló bien alto. Un emblema de la rebeldía mediterránea, ese sello inconfundible de identidad de los cordobeses. Símbolo pertinente de esa mezcla de orgullo y dignidad que no se arredra ante nada ni nadie. Ni antes ni después, otro líder puso a la provincia en ese primer plano de consideración general. La prueba está en que, fenecido su tiempo, Córdoba entró en un torbellino de intolerancia, crueldades y pérdida de autonomía, que no fueron sino eso las décadas que siguieron a la de 1820. Por distintas razones, la provincia volvió a estar relegada y condicionada por lo que pasaba en otras partes, sin que resurgiera en todo ese tiempo un liderazgo capaz de reposicionarla políticamente y hacer valer sus antiguos blasones.
No es que Bustos haya sido un dechado de virtudes ni que haya carecido de defectos, que seguramente tuvo de las dos cosas. Tampoco fue el único constructor progresista de la Córdoba que heredamos las generaciones actuales, hubo muchos otros igualmente dignos y honorables, con más talento incluso. Sin embargo, Juan Bautista Bustos expresa con mayor fidelidad el espíritu cordobés, naturalmente indómito, y representa mejor que nadie la contratara de los eternos centros de poder que aún padecemos.
Comentários