Si fuera un alumno al que hay que calificar, ¿qué nota se llevaría la Argentina doscientos a 200 años de su nacimiento? Y en un hipotético torneo de naciones, ¿qué lugar ocuparía? ¿El podio, la mitad de la tabla o los últimos puestos? Y si quisiéramos hundir todavía más el bisturí, podríamos preguntarnos qué tan satisfechos estarían los autores de la Revolución de Mayo con la Argentina actual. Interrogantes bicentenarios, tan incómodos como válidos, que obligan a revisar nuestro pasado e intentar un balance. Que seguramente será disímil y habrá opiniones y visiones para todos los gustos porque no hay hasta hoy una síntesis colectiva, aunque en algo coincidiremos: nuestra Argentina está para más, se merece más.
Cuesta entender, por ejemplo, que uno de cada tres argentinos sea pobre en un país que no lo es, sino que por el contrario cuenta con casi todo lo que suele hacer grandes a las naciones y muy poco de lo otro, de lo que obra como lastre y frena el progreso. Tampoco padecemos flagelos engendrados por la intolerancia del hombre, como el odio racial o religioso, por ejemplo, que paralizan y desgarran. Aquí, por fortuna, estamos a salvo de esos y otros males. Echemos un vistazo a una matriz de invención propia y por demás sencilla que podría llamarse “Tiene – No tiene”, casi un juego. La mera enunciación despierta envidia: del lado del “Tiene”, donde se computan las fortalezas, luce un territorio extenso y más que bien dotado; con pampa húmeda, subsuelo prometedor, abundantes fuentes de energía, dilatado litoral marítimo y bellezas naturales de nivel internacional; una población comparativamente homogénea y escasa si se la relaciona con el espacio físico disponible; un clima benigno durante todo el año, y la lista sigue hasta donde queramos. A la vez, la columna del “No tiene”, la que muestra las debilidades o aspectos negativos, es exigua: como se dijo, el país no registra problemas de índole racial o religiosa; episodios climáticos catastróficos como huracanes, tsunamis, desertificación o congelamientos prolongados; superpoblación, ni nada que se le parezca. Problemas existen, por supuesto, como la pobreza y la inseguridad, por caso, pero como resultado de errores u omisiones humanas y no por designio de la naturaleza: no estaban en la matriz original, casi un paraíso terrenal por su venturoso diseño.
El gran bonete
Semejante balance, por lo virtuoso, torna más complejo aún explicar cómo es posible que un país que cuenta con tanto de lo genéricamente bueno y tan poco de lo específicamente malo, no haya obtenido mejores resultados a lo largo del tiempo y, por ejemplo, no haya sido capaz de solucionar el acuciante problema de la pobreza y la marginalidad, el más afrentoso y urgente de todos. Cuesta entender, sobre todo a los de afuera, por qué un país que teniéndolo todo para ser grande, se obstina en ser pequeño; cuál es el sino que parece condenarnos a recorrer un camino de mediocridad. No hace falta ser demasiado sagaz para caer en la cuenta de que nuestra Argentina encierra una contradicción flagrante, donde el conflicto entre potencialidades generosas y resultados mezquinos salta a la vista, dejando en claro que las cosas se hicieron mal, dilapidando las ventajas comparativas enumeradas más arriba. Hay países que con menos lograron mucho más; los ejemplos abundan: Canadá, que vive bajo hielo la mitad del año; Australia, un anillo costero que rodea un enorme desierto; Israel, que casi no tiene territorio cultivable; o, más cerca, Chile, un largo corredor apretujado entre el océano y la montaña.
Con todo, sería injusto culpar del fracaso argentino a un solo gobierno, ni siquiera a una única generación: el problema tiene raíces más hondas que se hunden en el tiempo. Casi podría decirse que están presentes en el genoma argentino; ése que para nuestra desgracia nos induce a ser individualmente brillantes y colectivamente ineptos, tan capaces como displicentes. Nos cuesta asumir nuestra propia responsabilidad. Nos encanta, en cambio, como en el Gran bonete que jugábamos de niños, encontrar un culpable de todo lo malo que nos pasa que, y allí está la gracia, nunca debemos ser nosotros mismos, o sea que la responsabilidad siempre debe recaer en terceros, y si son de afuera, mejor aún. Los principales sospechosos son los dirigentes políticos, los de ahora y los de antes. Sin embargo, el razonamiento luce un tanto exculpatorio hacia el conjunto de la sociedad, indulgente con el resto de los argentinos que, cada quien a su tiempo, por acción u omisión, por pereza o comodidad, permitió que las cosas siguieran su curso sin prestarle la debida atención. Allí, en esa compleja matriz de responsabilidades compartidas y yuxtapuestas, parece estar la primera clave de esta alquimia al revés, capaz de convertir el oro en plomo, o de este curioso sortilegio criollo que transforma apuestos príncipes en horribles sapos, pero que no funciona a la inversa. Al menos hasta hoy, 200 años después.
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