Pasaron 25 años. La democracia argentina sorteó durante todo ese tiempo varios escollos y se reinventó a sí misma después de atravesar períodos de zozobra. Aunque nadie piense en otra cosa ni a ninguno se le cruce por la cabeza volver al pasado, sería bueno animarse y trazar un balance. Preguntarse, por ejemplo, si la sociedad está plenamente conforme con la democracia que tenemos. No la de los manuales, sino la real, la de todos los días.
Si nos atenemos a lo ocurrido hace apenas siete años, cuando la sociedad batía sus cacerolas y clamaba que se fueran todos, no lo parece. O cada vez que buena parte de la ciudadanía retacea su concurrencia a las urnas cuando es convocada, o vota en blanco o anula el sufragio. O descarga su ira contra los políticos en los blogs habilitados por los medios de comunicación. Este año, sin ir más lejos, durante la prolongada batalla del Gobierno contra el campo, asomó nuevamente el espíritu crítico y, tristemente, volvió a escucharse la palabra más terrible: golpistas.
Carapintadas, corralito y retenciones
Más allá de las elecciones y de los actos y movilizaciones convocados desde el poder, que no cuentan demasiado, la participación popular no fue excesiva en estos 25 años. Pero cuando se produjo, cada vez que la sociedad ganada por la espontaneidad salió a las calles en defensa de alguna causa justa, afortunadamente se notó y mucho. Y si no, veamos.
La primera vez ocurrió en 1987, durante aquella recordada Semana Santa, y fue para poner freno a los militares. Los argentinos, que no habían salido a las calles, al menos masivamente, durante los juicios a las Juntas, sí lo hicieron cuando palparon la amenaza real de que una parte de los mandos castrenses no había aprendido la lección, la que los mandaba a mantenerse a prudente distancia del poder político al que, a lo sumo, debían acatar y punto.
¿Qué hubiera pasado si la gente permanecía en sus casas y no copaba la plaza o rodeaba Campo de Mayo? Y, quizá los carapintadas se salían con la suya y vaya a saber qué más. No pasó. “Felices Pascuas”, atronó la voz aliviada del presidente Alfonsín desde los balcones de la Casa de Gobierno, mientras el pueblo reunido soltaba su alegría y retornaba a sus hogares.
Y la historia se acabó cuando al año siguiente otro intento por desestabilizar fue reprimido y sus cabecillas enviados a prisión. Esta vez no salió el pueblo a las calles, pero seguramente lo hubiera hecho de ser necesario. Puestos los militares en caja, se acabaron las rebeliones y la suerte de nuestra democracia quedó exclusivamente en manos civiles, en las de dirigentes y dirigidos.
La segunda vez que la gente salió masivamente a las calles fue a fines de 2001. “Que se vayan todos”, coreaba la gente, enardecida, mientras golpeaba frenéticamente sus cacerolas. No fue hace tanto: apenas siete años, muy poco en la vida de cualquier país. La sociedad, furiosa por el corralito y por la falta de respuestas del gobierno, ocupaba las calles y señalaba con el dedo acusador a quienes por entonces ostentaban algún cargo público como responsables de todos los males. Y les pedía a gritos que se fuesen, que dejaran libres sus sillones. A todos. Sin excepción.
Nunca antes los representantes la pasaron tan mal como esa vez. Para algunos, se trató de una cuestión meramente económica; para esos, la gente salió a la calle porque le tocaron el bolsillo. Error. Claro que les tocaron el bolsillo, pero la gente salió por algo más, algo que tuvo que ver con el hastío. Sin embargo, la tormenta pasó y al cabo de un tiempo renació la calma. Para mayor decepción de quienes fantaseaban con cambios profundos, no sólo que no se fue casi nadie de los cargos, como se reclamaba airadamente en las calles, sino que la mayoría de los que habían sido “invitados” a retirarse, paulatinamente volvía a ocupar los puestos de mando y a pulsar la botonera como antes. Lentamente, las asambleas populares comenzaron a vaciarse, los saqueos cesaron y los piqueteros guardaron compostura. Todo parecía volver a la normalidad. Más tarde, la soja haría el resto.
El conflicto del campo. Pasaron otros siete años de aparente normalidad, hasta que el espíritu crítico y belicoso del 2001 volvió a aflorar. Fue este año, durante el conflicto con las entidades agropecuarias, cuando buena parte de la sociedad se puso del lado del campo, aun sin entender demasiado de qué se trataba la letra chica de la desafortunada Resolución 125. A la mayoría de los argentinos les pareció que era allí donde debía estar y allí estuvo.
Otra vez, para algunos, se trató de un conflicto meramente económico, disparado por la obcecación del Gobierno que se metía nuevamente en el bolsillo de alguien. Error. A los manifestantes urbanos que poblaron los mega actos de Rosario y Palermo poco les importaba si la retención era tal o cual: ellos no sembraban soja, sino que salieron a poner freno a un gobierno que mostraba su rostro autoritario y rechazaba el diálogo como modo de convivencia. También ese temporal pasó: el Senado sepultó la norma, los ruralistas volvieron a sus campos y cada quien a lo suyo.
Vivir en democracia
La gente, el pueblo, la sociedad, la misma que salió a las calles cuando los carapintadas, el corralito o la 125, ¿percibirá que hemos llegado al final del camino y ésta, la que tenemos, es la mejor democracia a la que podemos aspirar?
Renovación no hubo. Tal vez, pensándolo bien, la demanda ciudadana en 2001 –esa de que se fueran todos- resultaba demasiado extremista y desproporcionada.
Más allá de la honestidad intelectual del planteo, la pretensión de que todos los políticos profesionales abandonaran mansamente y al mismo tiempo sus cargos y se marcharan a sus casas sigue sonando un tanto voluntarista, por no decir candorosa. O demasiado osada para un país de cuño conservador como el nuestro. Y en caso de ocurrir semejante milagro, de que se hubiesen ido todos a un mismo tiempo, bueno es preguntarse de dónde hubieran salido los reemplazantes y qué garantía habría de que, puestos a gobernar, fueran mejores que los otros. Tal vez sí, tal vez no.
Lo cierto es que en la Argentina, donde no estamos preparados para ninguna emergencia sanitaria, catástrofes naturales o situaciones imprevistas de ninguna especie, mal podíamos estarlo para una contingencia cívica de esas características, y la sociedad lo sabía o por lo menos lo intuía y comprendió que había que salir adelante. Como fuere, hubo poca, muy poca renovación.
Tampoco sirvió de gran cosa la reforma constitucional de 1994. Antes bien, el nuevo texto constitucional introdujo una serie de figuras novedosas –Jefatura de Gabinete, tercer senador por distrito, Defensoría del Pueblo, etcétera- que, en general, significaron una nueva inflación burocrática antes que una contribución efectiva a nuestro alicaído sistema de representación. Quizá la intención fue buena, no hay que descartarlo, pero lo cierto es que, por ejemplo, el omnímodo poder presidencial se mantuvo incólume o, peor aún, se fortaleció aún más. Y el federalismo se hundió en la peor de las ciénagas.
Tal pareciera que el aprendizaje no ha terminado y la sociedad espera más de la democracia. No sólo que cure y eduque, como prometía el primer presidente de la nueva era, sino que nos torne mejores ciudadanos y nos provea dirigentes cada vez más capaces y comprometidos con la suerte general. La sociedad, por su parte, tiene la misión de contribuir a ese proceso virtuoso, renovando a la dirigencia; no tirándola por la ventana, sino catalizando una depuración ordenada donde vayan quedando los mejores.
Muchos se preguntan si una reforma política de fondo sería útil para ese fin. Reformar siempre es bueno, aunque al no vislumbrarse fenómenos genuinamente nuevos, la pregunta es si hoy no serviría más para legitimar lo que ya existe antes que a renovarlo. Ya pasamos por esa experiencia.
Quizá por eso es más importante estimular la expresión ciudadana, facilitar la participación, terminar con los círculos cerrados, acabar con la demagogia, capacitar a las nuevas generaciones y tantas cosas más.
Y desterrar los malos hábitos. Los arreglos de ocasión, los saltos con garrocha de un partido a otro, las idas y vueltas de algunos políticos no hacen a la política más atrevida y moderna, ni siquiera más divertida, sino que por el contrario minan la confianza de los ciudadanos. Y terminan surtiendo el mismo efecto que la fábula del pastor y el lobo.
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