El miércoles 13 de agosto de 1975, después de compartir una cena frugal y una corta sobremesa, los padres y los dos hijos menores se acostaron alrededor de las diez de la noche. José María y Mirta llegaron más tarde, cerca de las dos de la mañana, luego de visitar a los padres de ella que vivían cerca de allí.
Esa noche hacía frío, mucho, y el cielo despejado y poblado de estrellas preanunciaba una helada matutina. Aún faltaba más de un mes para la llegada de la primavera que algunos de ellos jamás verían.
Apenas iban tres horas del jueves 14 cuando, en medio de la noche, el horror se presentó con forma de patota. En la vivienda familiar todos descansaban, ajenos por completo a lo que pasaba afuera. Los padres, en la suite principal; José María y Mirta, su esposa, en el dormitorio de la planta alta, junto a la cuna de la pequeña María Eugenia, de un año y tres meses; y Víctor y María José, los hijos menores, en sus respectivos cuartos que daban al corredor.
Unos minutos antes de que arribaran los intrusos, uno de los serenos había completado sin novedades la recorrida habitual por los galpones de la finca.
A esa hora intempestiva llegaron los demonios nocturnos, una docena de individuos, algunos de ellos con la cabeza cubierta por capuchas oscuras, la mayoría a rostro descubierto. Gestos torvos, ademanes bruscos, porte amenazante; todos ellos sabían muy bien a qué venían y qué le tocaba hacer a cada uno. El sereno que salió presurosamente a recibirlos, diría más tarde que le preguntaron de mala manera «dónde era la reunión», mientras se desplazaban en la oscuridad, tomando posiciones.
Arribaron en cuatro vehículos, entre ellos un Peugeot 504 blanco y un Ford Falcon sin patente; vestían de civil y portaban armas cortas y largas. Actuaron con total impunidad y prepotencia, sintiéndose dueños absolutos del terreno que invadieron sin pedir permiso, como si fuera propio.
Luego de rodear la casa por ambos costados y cortar las líneas telefónicas, un grupo atravesó el patio hasta el fondo de la vivienda; el que lo encabezaba golpeó la puerta ventana del dormitorio principal.
El dueño de casa, sobresaltado, se levantó en pijamas y, desde adentro, les preguntó qué buscaban, en el mismo instante en que al menos cinco hombres armados penetraban a empellones en la vivienda.
Al grito de: «¡Esto es un allanamiento!» y llevándose todo por delante, inspeccionaron el resto de la casa. A punta de pistola y gritando órdenes, obligaron al dueño de casa y a los demás miembros de la familia a abandonar sus lechos y dirigirse al living, así como estaban, con lo puesto. No era la primera vez que se requisaba aquella vivienda que figuraba en las agendas de todos los servicios de inteligencia; en los últimos años lo había sido en seis oportunidades, pero nunca se habían llevado a nadie. Los miembros de la familia, conturbados por la prepotencia de los visitantes, pensaron que se trataba de uno más de esos procedimientos casi rutinarios a los que ya estaban acostumbrados, aunque algo les decía que esta vez las cosas serían diferentes. Que esta vez la peor tragedia se cernía sobre todos ellos como un ave de mal agüero.
Los intrusos permanecieron en la finca alrededor de una hora, quizá menos. Durante ese tiempo actuaron con desaprensión y extrema violencia, poniendo todo patas arriba, rompiendo y hurgando muebles y placares sin ninguna consideración ni recato.
A juzgar por las manchas de sangre que quedaron en la ropa de cama y en el piso del dormitorio principal, es probable que, en esos instantes dramáticos, algún miembro de la familia resultara lastimado, presumiblemente Josefa, la madre, que habría forcejeado con uno de los captores que la golpeó salvajemente. También vapulearon a José María (h), a quien le aplicaron culatazos y otros castigos corporales.
A los mayores de la casa los sacaron a los empujones, maniatados, amordazados y con los ojos vendados; vestidos a medias, los obligaron a subir a los automóviles que esperaban afuera con los motores en marcha y los faros encendidos. En uno de los vehículos subieron a padre e hijo y en otro a María José y a Mirta; Josefa, presumiblemente sin vida, fue alojada en el baúl de uno de los automóviles. Los dos menores, Víctor y María Eugenia, quedaron dentro de la vivienda; el niño encerrado en uno de los baños que daba al corredor, y la beba en el rellano de las escaleras, envuelta en una frazada.
Enseguida, la caravana partió raudamente, llevándose a José María Pujadas Valls; su esposa, Josefa Badell Suriol; José María Pujadas; la compañera de este, Mirta Yolanda Bustos, y María José Pujadas. Para evitar pasar frente al portón de ingreso del Liceo Militar, salieron directamente a la avenida Japón por el camino de tierra colindante a las vías del tren que desembocaba en esa arteria de circulación rápida. Los serenos no dieron mayores detalles: uno de ellos dijo haber visto dos automóviles, uno color blanco, posiblemente un Peugeot 504, y un individuo con una ametralladora en sus manos. El otro, al parecer no vio ni oyó nada: supuestamente estaba lejos de la casa, recorriendo las incubadoras.
En la vivienda, como se dijo, quedaron Víctor José, el menor de los Pujadas, y la pequeña María Eugenia, hija de José María (h) y Mirta Bustos. Y un cuadro desolador de tierra arrasada: desorden por todas partes, ropas tiradas sobre el piso, muebles fuera de lugar, gavetas y cajones abiertos y revueltos, manchas de sangre.
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