“Con la democracia se come, se cura, se educa”, repetía a voz en cuello Raúl Alfonsín en los actos multitudinarios de 1983. Esa fórmula, tan sencilla como esperanzadora, le ayudó a coronar un triunfo rotundo en las urnas de aquel año.
Pasaron 30 años desde entonces y –sin ánimo de desmerecer aquella frase feliz ni a su autor, ni mucho menos poner en tela de juicio la suprema majestad de la democracia- cabe preguntarse si realmente es así, si la democracia por sí sola resuelve todos los problemas de una sociedad o si se requiere algo más.
No debe perderse de vista que la democracia no funciona igual ni tiene el mismo éxito en todas partes del mundo; los resultados varían de país en país sencillamente porque no es una receta universal infalible para resolver las demandas de comunidades complejas y diferentes, es apenas un marco de convivencia basado en la libertad que garantiza la vigencia de los derechos elementales del hombre. Todo lo demás hay que remarlo en el día a día. ¿Puede haber desigualdad y pobreza en democracia? Por supuesto, nuestra Argentina es un claro ejemplo.
A lo largo de esas tres décadas hubo puntos altos y puntos flojos, marchas y contramarchas; sonrisas y lágrimas, en fin, como en la vida misma. Trazar un balance no es sencillo, y lo más probable es que no recoja unanimidad: cada quien tiene una percepción distinta, matizada por sus vivencias personales. Interesa, en todo caso, establecer si existe una valoración colectiva de ese período, o al menos si el signo mayoritario de la misma es pulgar hacia arriba o hacia abajo.
A la hora del balance, algunos verán el vaso medio lleno, otros medio vacío. Mucho se hizo y mucho más falta por hacer. Lo bueno está a la vista, no viene al caso exaltarlo. Por razones de espacio (y para no caer en un conformismo vano, a qué negarlo) preferimos concentrarnos en lo no tan bueno, que no es poco. Hurgar en la mochila de insatisfacciones, frustraciones y fracasos que la sociedad argentina sobrelleva con estoicismo, sin perder por eso la fe en las instituciones republicanas.
La sola enunciación de ciertos problemas cruciales da forma a una agenda de asignaturas pendientes de difícil pero urgente abordaje. Veamos.
Malas notas
La calidad de la representación ciudadana es deficiente. El arranque promisorio de 1983 se fue diluyendo, ajando, hasta que la crisis de fines del 2001 terminó por aniquilar no solo el peso convertible y los ahorros de millones de compatriotas, sino el alicaído sistema de partidos, basamento funcional de cualquier democracia que se precie de tal.
En efecto, los partidos políticos se fragmentaron y fueron progresivamente reemplazados por liderazgos personales, algunos puramente mediáticos, y el debate de ideas por un marketing tan vacuo como inútil a la hora de proveer soluciones. En un exceso de criticidad, se podría proclamar a los cuatro vientos el fracaso de la política, que pese a capear el furibundo “que se vayan todos” no mejoró su vínculo con la gente ni elevó la valoración social de su rol, que sigue tan baja como cuando sonaban las cacerolas.
La pobreza y la marginalidad, más allá de quien las mida, son una realidad tan palpable como afrentosa para la sociedad contemporánea. Aquella Argentina homogénea de los años ‘60 es una postal amarillenta de un pasado remoto, arrasada por sucesivos modelos económicos que, lejos de recrear las condiciones de equidad y promoción social de entonces, ensancharon la brecha entre ricos y pobres por encima de lo tolerable. El resultado de esa larga cadena de desaciertos es una sociedad partida, donde pocos viven muy bien y muchos muy mal.
Ese estado de cosas, que no es responsabilidad de un gobierno en particular y de todos a la vez, no es sustentable en el largo plazo: la persistencia de las desigualdades termina por socavar las bases de cualquier sistema, sea totalitario o republicano. La Historia universal es pródiga en ejemplos.
La vida no vale nada
Adrede, dejamos lo más grave para el final. La gran legitimación histórica de la gesta republicana de 1983 fue haber reinstalado en el centro de la escena a la vida y la libertad como valores esenciales, clausurando un tiempo oscuro en que no valían nada.
Sin embargo, la democracia renacida aquel año fue incapaz de brindar un contexto seguro para los ciudadanos, del mismo modo que la democracia precaria de 1973 fue impotente para combatir dentro de la ley la violencia desatada por aquellos días, como sí lo hicieron otros países aquejados por el mismo mal.
Basta ver los noticieros para corroborarlo. O recorrer la ciudad: la proliferación de barrios cerrados –una concepción urbanística en retroceso en el mundo- desnuda el drama; quienes tienen los medios suficientes se abroquelan en guetos privados y quienes no los tienen quedan a merced de la inseguridad urbana y suburbana. Aun así, nadie está seguro del todo.
Una sociedad presa del miedo, rehén de la delincuencia, no tiene futuro. Ninguna sociedad donde la vida no tiene valor, progresa; en todo caso, involuciona. Más aún cuando desembarcó para quedarse un flagelo que en 1983 ni siquiera rozaba el discurso político: el narcotráfico, con su carga de muerte y devastación institucional. Haberlo permitido constituye probablemente el mayor débito de la dirigencia argentina en su conjunto.
Esperanza
A esa agenda caliente podrían agregarse temas tan robustos como los anteriores para enrojecer aún más el balance, tales como el derrumbe del sistema educativo de excelencia que supimos tener, o la ficción de un federalismo que sólo existe en la letra muerta de la Constitución; ni qué hablar de nuestra consuetudinaria desaprensión para con el medio ambiente o la corrupción jamás castigada. Pero se correría el riesgo de debilitar aún más la esperanza de que las cosas puedan cambiar para bien.
Esperanza que reside en las potencialidades de este país tocado por la mano de Dios, colmado de dones providenciales que nos salvaron del naufragio más de una vez en nuestra corta historia.
Después de todo, la caja de Pandora, aquella donde moraban todos los males de la tierra que la bella liberó en un acto de inconsciencia, contenía algo más. Por fortuna para los mortales, en el fondo de la caja quedaba la Esperanza, para contrarrestar los infortunios que les esperaban a los hombres.
Claro que si bien la responsabilidad de una navegación segura es de todos, la mayor cuota recae en la dirigencia. La culpa de embocar el témpano no la tuvieron los pobres diablos que paleaban carbón día y noche en la última cubierta, sino los oficiales que ocupaban la confortable cabina de mando.
Es hora de fortalecer nuestra democracia, para que dure hasta que la Humanidad descubra un sistema mejor, si es que existe.
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