¿Hubo un solo y único Perón? Según la biblioteca a la que se recurra, pareciera que hubo más de uno: desde un Perón filo nazi, como lo etiquetó la izquierda tradicional, hasta uno socialista y revolucionario a ojos de la juventud setentista. Entre ambos extremos, una vasta gama de caracterizaciones y relatos para todos los gustos.
Ahora bien, si nos apartamos de la mirada intelectual y nos mezclamos entre la multitud que desbordó la Plaza de Mayo el 17 de octubre de 1945, o recorremos las largas colas abigarradas de gente compungida que esperaba turno bajo la lluvia para darle el último adiós, allá por 1974, la cosa es más sencilla: para todos ellos, a lo largo de esas tres décadas, Perón fue el líder indiscutido que supo reivindicarlos socialmente y representarlos políticamente mejor que cualquier otro dirigente contemporáneo.
Por encima de amores u odios, lo cierto es que Juan Domingo Perón vivió 79 años que coinciden con un período histórico –las siete primeras décadas del siglo XX- donde pasó de todo, en la Argentina y en el mundo. La primera mitad de esa etapa, signada por el ascenso del yrigoyenismo, el primer golpe de Estado y la restauración conservadora de los años ’30. Y la segunda mitad, marcada a fuego por la presencia del peronismo como divisoria de aguas de la política argentina. La última parte de ese periplo, un tiempo de marchas y contramarchas, impregnado de inestabilidad y violencia, cuyo final Perón no alcanzó a ver.
Cambia, todo cambia
Quizás, la dificultad para encasillarlo estribe en que Perón no fue el mismo a lo largo de su vida, porque uno de sus atributos era, precisamente, su ubicuidad y pragmatismo para decodificar el signo de los tiempos y obrar en consecuencia. Hasta 1943 fue un militar de carrera, con buena foja de servicios y una actitud corporativa ajustada a los cánones castrenses de la época. Su transfiguración comienza aquel año y se consuma dos años más tarde, cuando irrumpe en el balcón de la Rosada saludando con sus brazos levantados a la multitud que lo aclamaba. Ese día se recibió de ídolo, para desconsuelo de una izquierda que no comprendió el sentido histórico de ese extraño fenómeno que vino a cambiar la historia.
Enseguida, saltó a la fama. En el mundo bipolar de posguerra, proclamó la Tercera Posición y quedó incorporado a la ralea de líderes tercermundistas en boga junto a figuras como Nehru (India), Nasser (Egipto), Sukarno (Indonesia), el mariscal Tito (Yugoslavia) y los jefes latinoamericanos de la época, que mezclaban nacionalismo y autoritarismo en diferentes proporciones.
Tampoco hay un solo Perón entre 1945 y 1955. Hay por lo menos dos: un primer Perón, el que apuntalado por la compañía vital de Evita llevó adelante acciones sociales reparadoras a gran escala y transformaciones económicas profundas que le cambiaron el rostro a la vieja sociedad pastoril; y un segundo Perón, con Evita ausente y sin el impulso inicial, que afrontó en soledad un escenario adverso y conflictivo hasta su caída. El de los días previos al golpe de 1955, es un Perón intemperante, que responde a la virulencia de sus enemigos con la misma moneda. Sin embargo, en el momento más crítico, en lugar de inflamar la guerra civil en ciernes, optó por el exilio.
El balance de esos diez años de gobierno, con sus luces y sombras, le fue favorable, tanto que le permitió perdurar en la memoria colectiva durante el ostracismo obligado y mantener el vínculo de confianza fraguado con las masas populares que siguieron viendo en él su única esperanza.
El último Perón
Luego sobrevinieron 17 largos años de lejanía, durante los cuales Perón debió arreglárselas para no caer en el olvido ni perder la conducción de su movimiento. A favor de errores y torpezas de los que gobernaron el país durante todos esos años, y lealtades de unos que neutralizaron traiciones de otros, logró conservar su liderazgo, regresar a la Argentina y calzarse la banda presidencial por tercera vez.
El Perón en el llano es un avezado ajedrecista, maquiavélico y sagaz, por momentos contradictorio, que mueve las piezas a la distancia y desconcierta a sus adversarios. Es el que unge al flamígero John William Cooke como delegado personal en tiempos de la Resistencia; al inofensivo Jorge Paladino cuando mandó a “desensillar hasta que aclare” y, en el momento crucial de la partida, al híper incondicional Héctor J. Cámpora.
Un Perón que a lo largo de esos años azarosos, según las circunstancias, viraba desde posiciones contemporizadoras o expectantes al apoyo explícito a la lucha armada y las llamadas “formaciones especiales”. El mismo que, desde Madrid, frente al grabador de Tomás Eloy Martínez, desgrana su visión de la hora, y, más tarde, ante la cámara militante de Pino Solanas, actualiza la matriz doctrinaria peronista incorporando conceptos como “guerra revolucionaria” o “socialismo nacional”, a tono con los tiempos que corrían. Sin embargo, al abordar el avión para regresar tras una larga ausencia, proclamó que venía “como prenda de paz”, y eligió la metáfora del “león herbívoro” para calmar las pasiones desatadas en su tierra.
Trascartón, los acontecimientos se sucedieron en tropel: la colorida campaña electoral, el triunfo del Frejuli en 1973, la efímera presidencia de Cámpora, la tragedia de Ezeiza, la fórmula Perón – Perón y la tercera presidencia. A lo largo de esos meses turbulentos, Perón trató de mantener el control, apaciguar los espíritus y conducir un peronismo cada vez más polarizado en posiciones tan antagónicas como irreductibles. No pudo; una Argentina desbordada de violencia le ganó la última partida. La realidad, que se le fue irremisiblemente de las manos, lo indujo a endurecer su discurso tanto como sus gestos: el más contundente de todos, su rompimiento con la Tendencia Revolucionaria en ocasión de la celebración del 1º de Mayo en 1974.
Después de eso, ya no quedaba tiempo para mucho más, apenas para una despedida que dejó para la posteridad la imagen del mejor Perón: el que dijo llevarse en sus oídos la música más maravillosa, que para él era la palabra del pueblo argentino. Un mensaje entrañable el de esa tarde desapacible y sin sol del 12 de junio, que lo corrió hacia el centro, alejándolo de los extremos a los que empujaban las corrientes cruzadas de esa época.
Murió pocas semanas después, el 1º de julio. Las palabras de Ricardo Balbín, su viejo adversario, pronunciadas en la capilla ardiente, cerraron el círculo de tolerancia y rencuentro que Perón trató, inútilmente, de cultivar en su última etapa: el infierno que nos esperaba a los argentinos estaba a la vuelta de la esquina.
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