Más allá de la reciente polémica desatada alrededor del emplazamiento de la estatua ecuestre de Juan Bautista Bustos en la Ciudad Universitaria, queda una vez más la sensación de que Córdoba mantiene con su prócer una relación distante, impersonal.
No hay nada que lo certifique, ninguna prueba documental, ningún agravio; sólo eso: una sensación. Sin ir más lejos, la respuesta de la Universidad Nacional de Córdoba y las aclaraciones de la señora rectora, por caso, son respetuosas y se abstienen de emitir juicios de valor. Más bien aluden a otras cuestiones ajenas al propio Bustos y a su trayectoria. Nada que decir.
Sin embargo, en la entretela asoma, velado, el extraño sortilegio que pesa sobre el caudillo cordobés y que lo condena al olvido. No es casual que a casi 180 años de su muerte no se haya todavía erigido el monumento que se merece, cuando todos los demás lo tienen. Que apenas una calle de Cofico y un barrio de la Seccional 13ª lleven su nombre. Y más grave todavía: muy pocos cordobeses son capaces de ubicarlo en su circunstancia histórica y componer algún trazo de su vida. Ni qué hablar de los más jóvenes que no tienen siquiera noticias de él.
Sin exagerar, bien podríamos estar frente a un caso de discriminación si comparamos el abandono que rodea a Bustos con el justo tributo que se rinde a la memoria de otros cordobeses de nota. Al general José María Paz, por caso, que fue su rival en vida y reposa en la Catedral. O a Dalmacio Vélez Sársfield, cordobés por antonomasia, pese a que pasó la mayor parte de su existencia en Buenos Aires.
No resulta sencillo hallar alguna explicación a semejante omisión histórica. Quizá sea porque, por economía de análisis o por seguir a ciegas el discurso maniqueo de la historiografía porteña, se lo metió a Bustos en la misma bolsa que a los molestos –para Buenos Aires– caudillos de su tiempo y, con liviandad, se le formularon los mismos cargos que al resto: barbarie, autoritarismo, intolerancia y cosas por el estilo.
Es que en la década de 1820, cuando le tocó actuar, ser caudillo era mala palabra, casi un pecado. Fue un período complejo, es cierto, y para entender lo que pasaba, evitando caer en subjetivismos o quedar preso de ciertos prejuicios, se requiere de un análisis sereno y abarcador de una realidad teñida de matices y controversias.
Tampoco se trata de establecer inútilmente comparaciones odiosas y preguntarse si Bustos fue mejor o peor que el resto de los líderes provinciales que dominaron la escena, porque cada uno de ellos tuvo luces y sombras, puntos altos y bajos. De lo que se trata es de rescatar su figura como protagonista de su tiempo y resaltar su aporte a la construcción de la patria en ciernes.
¿Quién fue Bustos?
Juan Bautista Bustos vivió entre 1780 y 1830, 50 años cruciales en los que pasó de todo: virreyes, invasiones inglesas, Revolución de Mayo, guerra de la Independencia y albores de la organización nacional. Y el punillense participó activamente en cada una de las etapas.
Estuvo presente en la Reconquista y más tarde en el Cabildo Abierto que decidió la suerte de los criollos y, una vez consumada la revolución, como buen provinciano, se sumó al bando saavedrista. Sufrió en carne propia los avatares políticos de la época, hasta que se incorporó al Ejército del Norte y, bajo las órdenes de Manuel Belgrano, participó de las azarosas campañas al Alto Perú.
Su destino dio un vuelco cuando los mandos porteños, hostigados por los caudillos del Litoral, convocaron presurosamente a los ejércitos de Belgrano y San Martín para meterlos de lleno en la guerra interior. Belgrano acató la orden, San Martín no. Sin embargo, las tropas norteñas no llegaron a Buenos Aires: se sublevaron en Arequito, negándose a luchar contra sus propios hermanos. Bustos encabezó el alzamiento. Enseguida, con parte del ejército se replegó hacia la ciudad de Córdoba, donde fue proclamado gobernador.
La década que siguió, la de 1820, fue la que marcó el tiempo político de Bustos. Gobernó la provincia con mano firme, pero sin apelar a la violencia ni a los excesos que por esos días eran moneda corriente. No era un jefe sanguinario ni vengativo. Por el contrario, apostó a la institucionalidad, dictando un Reglamento Provisorio de cuño republicano que se convirtió en la primera Constitución cordobesa. Se ocupó, entre otras cosas, de la educación y modernizó la Universidad, descuidada desde que había pasado a manos provinciales. Trajo una imprenta y dio fuerte impulso a la libertad de prensa. Mejoró el sistema rentístico y ordenó el funcionamiento administrativo provincial.
Cuando en 1826 el Congreso General sancionó la constitución rivadaviana, el gobernador, federal duro, la giró a la Legislatura y ésta la rechazó por centralista.
Mantuvo, además, una relación estrecha con San Martín, que encontró en el gobernador cordobés un paisano decidido a colaborar con la causa continental. Bustos se convirtió en el hombre de confianza del Libertador, que desde Lima reclamaba ayuda a las provincias. Sabía muy bien que resultaba ilusorio avanzar en la construcción de un país libre con los españoles al acecho, prestos a lanzarse sobre sus antiguas colonias.
Mientras despachaba circulares a sus colegas invitándolos a enviar diputados al Congreso Constituyente, gestionaba la ayuda que el general San Martín necesitaba para concluir su misión. Desafortunadamente, no halló eco en Buenos Aires para ninguna de las dos cosas: no hubo Congreso y San Martín debió dar un paso al costado.
Años más tarde, en 1829, José María Paz invadió Córdoba y tras vencer a Bustos en San Roque, lo desalojó del poder. Facundo Quiroga, que vino en su auxilio, también fue derrotado en sendas batallas: La Tablada y Oncativo. En la primera, el gobernador depuesto resultó gravemente herido y a duras penas logró escapar a Santa Fe, donde murió después, en setiembre de 1830. Sus restos, hasta el día de hoy, no han sido hallados.
En deuda
Desde entonces, los cordobeses mantenemos una deuda con Bustos. No sólo ubicar de una vez su estatua para que esté a la vista de todos, sino difundir su vida y obra.
Con objetividad, nada de panegíricos. Sacándonos de encima el complejo paralizante que parece embargarnos e imitar a otros pueblos que veneran a sus líderes sin tapujos, tal el caso de Salta con Martín Miguel de Güemes, La Rioja con Facundo Quiroga, Santa Fe con Estanislao López o Entre Ríos con Francisco Ramírez. No hay nada de malo en eso; es, apenas, exaltar la memoria de personajes emblemáticos, que bien o mal, mejor o peor, obraron de acuerdo a su conciencia y defendieron a su tiempo los intereses de sus respectivas provincias.
De nada sirve dejarse llevar por el espíritu porteñista que se reserva para sí el derecho de admisión al panteón de la Patria y sólo franquea el acceso a algunos marginando a otros. Mal que les pese a quienes obran de esa manera, la historia es una sola y se hizo entre todos: cada uno puso su grano de arena para que la Patria naciera y creciera en libertad.
Quizá, el año venidero, cuando se cumpla el 180º aniversario de la muerte de Juan Bautista Bustos, sea una buena oportunidad para saldar esa deuda, rescatando su nombre del olvido. Y que en lugar de darle la espalda, lo miremos de frente.
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