La resonante victoria del 24 de septiembre de 1812, que nadie esperaba, produjo efectos inmediatos: los mandos porteños festejaron el triunfo y decretaron honores, pasando por alto que Manuel Belgrano, en lugar de proseguir la retirada hacia Córdoba como se le había ordenado, presentara batalla en Tucumán.
El ejército vencedor, reforzado y pertrechado, volvió a marchar hacia el norte, desandando los pasos del penoso éxodo de comienzos de ese año. Sin embargo, Belgrano, que prefería evitar el derramamiento de sangre americana, se carteaba con los jefes realistas proponiéndoles buscar una solución pacífica en lugar de seguir guerreando, un camino que el Triunvirato gobernante no compartía.
Las primeras divisiones se pusieron en marcha el primer día de febrero de 1813, un día después de la instalación de la Asamblea General Constituyente. La novedad política sorprende a Belgrano camino a Salta, primera escala de la contraofensiva patriota; el general ordena un alto y, desplegando la insignia celeste y blanca, hace jurar a sus hombres obediencia al nuevo gobierno y a la flamante bandera. "¡Éste será el color de la nueva divisa con que marcharán al combate los defensores de la patria!", arenga a los tres mil soldados formados a la vera del río Pasaje. Después de la ceremonia, el río pasará a llamarse Juramento.
Las tropas reanudan la marcha y se aproximan a Salta, que se halla ocupada por el ejército realista que contaba en sus filas con numerosos nativos americanos, empezando por su jefe, Pío Tristán, a quien Belgrano conocía bien por haber compartido el mismo techo mientras estudiaba en España. Esa mixtura en la composición de ambos bandos llevó al historiador Vicente Fidel López a afirmar que la de Tucumán había sido "la batalla más criolla de todas las que se libraron en territorio argentino". Desde esa perspectiva, la de Salta no le iría en zaga.
"¡Sólo que fueran pájaros!"
Tristán, previendo la arremetida patriota, había mandado a fortificar y artillar el camino del Portezuelo, acceso obligado a la ciudad. Belgrano detiene la marcha; presentar batalla en ese lugar sería desventajoso y no puede retroceder. Providencialmente, uno de sus oficiales, el capitán José Apolinario Saravia, revela la existencia de una senda de montaña sólo conocida por los lugareños. Bordeando la estrecha Quebrada de Chachapoyas y dando un gran rodeo, podrían caerle al enemigo por la retaguardia, le dice a su jefe, señalando los cerros.
Esa misma tarde del 18 de febrero de 1813, bajo un aguacero torrencial, Belgrano y sus hombres emprenden la travesía. Durante toda la noche hombres y bestias transcurren por un angosto sendero, lidiando a brazo partido con la pesada artillería y las carretas que transportan armas y bagajes. Extenuados, al amanecer del día 19 llegan a la hacienda de Castañares, una legua al norte de la ciudad, donde acampan bajo una lluvia que no da tregua. Allí se le unirán los que obraron de señuelo para distraer al enemigo mientras se ejecutaba la maniobra.
"¡Sólo que fueran pájaros!", exclama Tristán, cuando se entera que tiene al ejército de Belgrano a sus espaldas sin comprender cómo fue que llegó hasta allí. Sin pérdida de tiempo, ordena desplegar hombres y cañones al pie del cerro San Bernardo para impedir que la plaza caiga en manos del enemigo. El resto del día, víspera de la batalla, transcurre en medio de una tensa calma, lo mismo que la noche desapacible que le siguió.
El cielo del 20 de febrero se presentó plomizo, pero a media mañana los rayos del sol iluminaron los cerros salteños. Los hombres de Belgrano, empapados y mal dormidos, percibieron la salida del sol como un buen augurio. Belgrano –que no pegó un ojo por la fiebre y los vómitos de sangre- había mandado a preparar un carro ligero para desplazarse por el campo de batalla. Sin embargo, pudo montar su propio caballo.
Cerca del mediodía, cuando todo estuvo preparado para el combate, el creador de la bandera ordenó el ataque. Las primeras escaramuzas favorecieron a los de Tristán, incluso una bala alcanzó la humanidad de Eustaquio Díaz Vélez, uno de los jefes patriotas, sacándolo de combate. "¡Avance usted y llévese por delante al enemigo!", ordena Belgrano a Manuel Dorrego, quien, cumpliendo literalmente la consigna, a fuerza de bravura embate con todo y pone en fuga el ala enemiga. Cuando a partir de ese momento decisivo, la carga patriota se generalizó, Tristán retrasó sus líneas en procura de una mejor posición defensiva. Sin embargo, fue en vano: el centro y el flanco izquierdo realista, comenzaron a ceder ante la furiosa embestida de los portadores de la insignia celeste y blanca.
Para entonces, el encarnizado combate, que llevaba ya más de tres horas, se trasladó a las calles de la ciudad, donde la gente de Tristán trataba de reagruparse. Finalmente, el jefe realista, comprendiendo que era inútil continuar la lucha, decide rendirse.
La grandeza de Belgrano
Esa misma tarde, Belgrano, dueño de la situación, recibe al emisario del general vencido para acordar los términos de la rendición. "Diga usted a su general que se despedaza mi corazón al ver derramar tanta sangre americana. Otorgo una honrosa capitulación. Que cese el fuego", le dice al despedirlo.
Al día siguiente, dos generales, un centenar de oficiales y casi 3.000 soldados desfilan ante Belgrano y depositan sus armas a los pies del vencedor. A cambio de la libertad concedida como prenda de paz, juran solemnemente no volver a tomarlas en contra de las Provincias Unidas hasta el límite del río Desaguadero, en el Alto Perú. "El abanderado entregó, finalmente, la real insignia, que simbolizaba la conquista y un vasallaje de 300 años", recuerda José María Paz, testigo y protagonista de aquella justa.
El jefe patriota, magnánimo, dispensa a su colega y amigo de la humillación de ofrendarle su sable y, en cambio, le abraza a la vista de todos los presentes. Tanta indulgencia por parte de Belgrano levantó críticas en el bando de los revolucionarios más duros. "Hago lo que me dicta la razón, la justicia y la prudencia y no busco glorias sino la unión de los americanos y la prosperidad de la patria", replicó el vencedor en una carta al gobernador de Salta.
En el campo de batalla quedaron 500 muertos de ambos bandos, que fueron inhumados allí mismo, en una fosa común. Sobre ella se levantó una gran cruz de madera que rezaba: "A los vencedores y vencidos en Salta el 20 de febrero de 1813", y que perduró por más de 60 años antes de caer vencida por el tiempo.
La Asamblea, complacida por el suceso militar, dispuso premiar a Belgrano con 40 mil pesos del tesoro público, que el jefe patriota declinó para que con esa suma se levantaran cuatro escuelas en Tarija, Jujuy, Tucumán y Santiago del Estero.
La segunda victoria consecutiva en menos de cinco meses tonificó los espíritus y fortaleció la sensación generalizada de que el control definitivo del Alto Perú estaba al alcance de la mano. Sin embargo, la campaña militar que siguió al gran triunfo de Salta fue adversa, jalonada de derrotas que obligaron a un repliegue que no pudo revertirse en los años siguientes. Pero esa es otra historia.
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