Tras el confuso desenlace de la batalla de Pavón y la autoexclusión de Urquiza, el desconcierto en las filas federales era total: mientras el puntano Juan Saá, replegado sobre Río Cuarto, proclamaba el triunfo de las armas de la Confederación, las noticias que corrían indicaban lo contrario: hablaban de una victoria mitrista. En medio del desbande general, ocurrieron algunas situaciones insólitas. Por ejemplo, la escuadra federal, que tenía expresas instrucciones de atacar a la flota bonaerense, no sólo desoyó la orden, sino que entregó mansamente sus buques al jefe enemigo. Con las cosas fuera de control, todo parecía venirse abajo.
En respuesta a la actitud asumida por Urquiza, que después de Pavón se recluyó en su finca de San José, Derqui, en un gesto casi desesperado, decidió jugar sus últimas cartas: declaró el estado de sitio y delegó el mando en el vicepresidente Pedernera. Cumplido el trámite, abandonó precipitadamente la ciudad de Paraná, todavía sede de la Confederación, y cruzó a Rosario, dispuesto a frenar el avance del ejército porteño que se aprestaba a copar la provincia de Santa Fe. En reemplazo de Urquiza, el presidente puso a Saá al mando de las tropas, nombrándolo General en Jefe del Ejército del Centro. Advertido de que no había sido la mejor elección, pocos días después lo reemplazó por el general Benjamín Virasoro. Esas marchas y contramarchas no hicieron más que acrecentar la confusión y el desaliento que campeaba en el bando urquicista.
Urquiza, aun cuando no lo expresara públicamente, no compartía el proceder voluntarista del presidente, ni estaba dispuesto a reanudar la guerra con Buenos Aires: para entonces, el gobernador de Entre Ríos apostaba a un entendimiento directo con Mitre capaz de sosegar el estado de guerra interno y reencaminar las cosas por otro camino que no fuera el de las armas. Le había soltado la mano a su amigo y todavía presidente de la vapuleada Confederación Argentina y no respondía al pedido generalizado de los caudillos provinciales que aún se mantenían bajo el paraguas agujereado de la Confederación.
Pese a todo, Derqui, obstinadamente, trató hasta último momento de persuadir a Urquiza para que revisase aquella actitud y retomara el control militar de la situación. No lo logró, como tampoco lo consiguieron muchos de los que intentaron lo mismo. A medida que transcurrían los días, se asentaba la sospecha de que había un pacto tácito entre Mitre y Urquiza para poner fin a la contienda. Y la sensación de que Urquiza estaba decidido a cumplir con su parte: dejar hacer. El pato de la boda, estaba cantado, sería Derqui.
El fin de la Confederación Argentina El vapor de guerra británico S.M.B. Ardent, anclado en el puerto de Paraná, está pronto a zarpar. En cubierta, el aún presidente de la Confederación Argentina medita acerca de la decisión inquebrantable adoptada pocas horas antes: abandonar el cargo y retirarse de la escena pública para siempre. Con la mirada perdida en las aguas marrones que golpean la quilla, repasa los hechos. Los pensamientos, como esos remansos caprichosos que dibuja el río, se arremolinan en su mente...
No es que le falte valor ni determinación para seguir, sino que tiene la íntima convicción de que no cuenta con los medios ni con la autoridad suficiente para afrontar los difíciles momentos que vive el país tras la batalla de Pavón.
Tampoco es un antojo: tiene sobrados motivos para obrar de ese modo, aunque no los dará a conocer en aquella hora difícil; prefiere alejarse en silencio antes que suscitar nuevos enfrentamientos entre hermanos. Su presente es incierto por demás. Lo único que tiene en claro es que por el momento permanecerá bajo el asilo del pabellón inglés y marchará al extranjero; después verá de enviar su renuncia formal al Congreso. Lo último que quiere es convertirse en un obstáculo para la institucionalización definitiva del país, que es por lo que ha luchado toda su vida y desea fervientemente por sobre todas las cosas, aun cuando no le toque a él coronar la obra soñada.
En esas horas aciagas, lamenta hondamente no haber podido entenderse con el general Urquiza, sobre todo después de Pavón, esa batalla maldita, a pesar de haberle expresado reiteradamente su amistad y disposición absoluta en aras de un entendimiento que nunca llegó. Pese al tiempo transcurrido, sigue preguntándose qué le habría pasado a Urquiza, a qué se debió el súbito cambio de actitud hacia él y su inexplicable pérdida de interés por la causa de la Confederación Argentina que juntos abrazaron con fervor y devoción, y que ahora consideraba perdida precisamente por la separación y las desinteligencias insalvables surgidas entre ambos. Estaba visto que Urquiza seguiría “alejado de la lucha”, como se decía entonces, y recluido en su confortable residencia entrerriana. Cosa de no creer.
Sabe que la prescindencia de Urquiza y su propia partida dejan el camino expedito a los porteños. A Mitre, quien, a pesar de no tenerlas todas consigo, se saldrá con la suya una vez más. Piensa que es una verdadera pena que el gobernador de Buenos Aires, con tan poco, se quede con todo. Se siente perdedor. Se sabe perdedor. Su apuesta ha fracasado rotundamente: la unión y organización definitiva de la Nación quedarán en manos de Buenos Aires y no de las provincias, como él y tantos otros hubieran querido. Los porteños habían ganado la partida y reducido la quijotada federal a meros despojos de un sueño jamás realizado. El destino le jugó una mala pasada: lo que durante mucho tiempo creyó que haría Urquiza, finalmente lo hará Mitre, solo que poniendo las cosas al revés. Tan simple como eso. Sus esfuerzos para torcer ese fatídico designio fueron vanos y al final se quedó irremediablemente solo. Lo dejaron solo. ¿Por qué Urquiza bajó los brazos y abandonó la pelea? La machacona pregunta vuelve una y mil veces a su mente. Pero ya de nada sirve seguir dándole vueltas a un asunto que sólo causa pena. Mejor pensar qué va ser de él en Montevideo, hacia donde se dirige, de qué vivirá. No tiene un centavo y sabe que no es nada fácil la vida del exiliado: ya lo sufrió en carne propia cuando allá por 1836 tuvo que salir de apuro de su Córdoba natal para comenzar un largo peregrinaje que, quién lo hubiera dicho, lo llevaría a la Presidencia de la Nación.
Después de Caseros, su vida había discurrido en el curso principal de la historia argentina. Tal vez la misión que le tocó le quedaba demasiado grande. Quizá no estaba suficientemente preparado. O tal vez subestimó el poderío de la orgullosa Buenos Aires y el implacable complejo de inferioridad que provoca la opulenta Capital a los hombres del Interior, desalentándolos, robándoles las ilusiones.
Un último pensamiento inclemente lo embarga en ese instante: ¿Cómo lo juzgará la historia a él, que más que un personaje destinado al bronce fue un protagonista de carne y hueso, profundamente involucrado en los avatares cotidianos? ¿Qué dirán de él las futuras generaciones de argentinos, las que vendrán una vez que las cosas se calmen? Lejos está de ambicionar una apoteosis que no cree merecer, aunque sí desea ser recordado como un patriota sincero y un hombre de bien... O tal vez ni siquiera sería recordado y el nombre de Santiago Derqui caería para siempre en el olvido.
La gritería que ordena levar anclas lo devuelven al infausto presente. Su suerte está echada.
Commentaires