El carnaval, como todo, cambió con los años y se mantiene dando pelea para no caer en el olvido.
En otros tiempos, los carnavales paralizaban ciudades y pueblos. A la hora de la siesta, los vecinos de la cuadra salían a jugar con agua: hombres contra mujeres, los de esta vereda contra la de enfrente; con baldes, palanganas, mangueras o lo que fuera: la cosa era empapar al otro.
Por las noches, las familias concurrían en masa a los pintorescos corsos callejeros y, más tarde, jóvenes y adultos, a los bailes con orquestas en vivo que organizaban los clubes. Muchos de los ídolos de entonces se consagraron en esas convocatorias populares. Alberto Castillo, por ejemplo, que enfervorizaba a la concurrencia entonando el hit de la época, que repetía hasta el cansancio:
“Por cuatro días locos/
que vamos a vivir/
por cuatro días locos/
te tenés que divertir”.
Era de uso corriente la frase que encierra un alarde de autosuficiencia: “Si yo te digo que es carnaval, vos apretá el pomo”. El pomo era un adminículo de goma o plástico que lanzaba un modesto chorrito de agua. Las bombitas que llegaron poco después tenían mayor contundencia acuosa.
La mayoría de los disfraces eran caseros, a lo sumo se compraban las caretas. El presupuesto del disfrazado quedaba a la vista: trajes altamente producidos, sobre todo las niñas, o indios pintarrajeados y tocados con plumas arrancadas de algún plumero hogareño, todo valía a la hora de convertirse en una “mascarita” y participar del aquelarre colectivo. Carrozas, las había sofisticadas y de las otras, montadas sobre un viejo Rastrojero. Papel picado y serpentina; agua florida, apuntan los memoriosos. Pitos y matracas para meter ruido, y coros desafinados que entonaban cuartetas dirigidas al director imaginario de la comparsa, al compás de tambores y cornetas estridentes. La alta sociedad también festejaba, claro que, a su manera, con más elegancia y recato, en los selectos clubes y salones del centro, a salvo de desbordes paganos.
Pueblo San Vicente era la barriada cordobesa cuyos corsos le otorgaron a la legendaria República el sello de identidad que todavía perdura. Los primeros desfiles de carrozas se realizaban en la avenida General Roca —la calle principal de entonces— y su fama cundió rápidamente en el resto de la ciudad.
En años de esplendor, aquellos corsos obraban como un imán para gente de todas partes, ávida de participar de los festejos sanvicentinos, más divertidos que los pacatos bailes del Club Social donde abundaban los disfraces de Colombina.
Efraín U. Bischoff los recuerda en su Historia de los barrios de Córdoba: “No solamente iban los coches adornados con gran profusión de flores y de muchachas lindas, sino que también aparecían las comparsas con sus guitarras y violines”. También desfilaba la banda de música del Regimiento I de Artillería, que hacía las delicias de chicos y grandes. Don Efraín señala que el corso dio un salto de calidad en 1901, cuando la comisión organizadora consiguió que la Compañía de Luz y Fuerza instalara una gran cantidad de lámparas. De nada sirvieron entonces las admoniciones del párroco del lugar ni las advertencias del comisario para frenar a la gente que se volcaba a las calles a disfrutar de los carnavales. Murgas emblemáticas, como la de los Negros Candomberos y Estrella del Sud., alternaban con mascaritas de voz aflautada, indios, cowboys, viudas alegres, brujas, payasos, y adultos grotescamente vestidos de bebés, paseados en cochecitos desvencijados por padres no menos bizarros.
El último día del Carnaval —previo al Miércoles de Ceniza que marca el comienzo de la cuaresma cristiana— se elegía la reina y, acabada su efímera regencia, se procedía al entierro del Rey Momo. Y todo el mundo guardaba sus disfraces hasta el año siguiente.
En 1976, siguiendo la tradición de gobiernos autoritarios y adversos a efusiones no controladas, la dictadura suprimió los feriados de Carnaval. Convertidos en jornadas laborables y sometidos al clima represivo de entonces, los carnavales cayeron en el olvido. Renacieron con la restauración democrática de 1983, aunque sin el brillo de tiempos pasados. En 2011, se restablecieron el lunes y martes de carnaval en el calendario de feriados. Sin embargo, aquel carácter festivo y eminentemente popular de antaño se fue diluyendo y todo aquello —corsos, comparsas, bailes y juegos con agua—, aunque no desaparecieron por completo, fueron dando lugar a otras expresiones menos espontáneas y, a la vez, más intervenidas por las nuevas tecnologías.
La sociedad de hoy ya no es la misma; la inseguridad y el vértigo de la vida moderna que trajo consigo nuevos usos y costumbres, tornarían difícil reponer una cultura plebeya definitivamente extinguida junto a una Córdoba que sólo existe en el recuerdo nostálgico de los mayores.
Aun así, a duras penas, el Carnaval sigue dando pelea para ganarle al olvido.
* Nota para el Diario La Voz del Interior
Según pasan los años | Historia | Esteban Dómina
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