La unidad nacional, mentada con frecuencia en el discurso político, luce como una quimera inalcanzable a la luz de la historia argentina. La reciente apelación del presidente de la Nación para alcanzar un “gran acuerdo nacional” para salir del trance en que se halla el país torna propicio un repaso de antecedentes históricos en una Argentina afecta a los desacuerdos.
Veamos. El primer desencuentro ocurrió apenas dimos el primer paso hacia la construcción de una nación independiente: la interna entre Cornelio Saavedra y Mariano Moreno, protagonistas centrales de la hora, brotó apenas instalada la Primera Junta de Gobierno. Enseguida, la división entre Buenos Aires y el artiguismo sobrevoló los años posteriores, al punto de que varias provincias —las que formaban parte del Protectorado de los Pueblos Libres— no concurrieron al Congreso de Tucumán en 1816.
La década de 1820 marcó el paroxismo de los desencuentros, esta vez entre unitarios y federales. La imagen más patética es la de Juan Lavalle fusilando impiadosamente a Manuel Dorrego; los dos, héroes de la guerra de Independencia. La extensa etapa rosista que le siguió fue pródiga en enfrentamientos de palabra y de hecho, denuncias y voces destempladas desde ambos bandos, acusándose mutuamente de felonías apátridas que duraron hasta la batalla de Caseros.
Trascartón, la Constitución Nacional sancionada en 1853 nació renga: la provincia de Buenos Aires no participó de la convención ni acató la norma avalada por las demás. La guerra que sobrevino duró ocho años, hasta la batalla de Pavón que, sin embargo, lejos de pacificar la nación reunificada a la fuerza, reavivó las últimas pasiones federales.
Más acá en el tiempo, la llamada Generación del ’80, piloteada por Julio Argentino Roca, no logró pleno consenso para transformar un país donde casi todo estaba por hacerse. La elite conservadora que modernizó la Argentina fue duramente interpelada y confrontada por los protagonistas de la Revolución del Parque de 1890, la misma que dio lugar al nacimiento de la Unión Cívica Radical. Esa brecha se cerró con la sanción de la llamada Ley Sáenz Peña, que democratizó el sistema electoral y posibilitó el acceso del radicalismo al gobierno.
Sin embargo, la grieta renació tras el desafortunado golpe de Estado de 1930, que devolvió el poder a los conservadores y mandó al radicalismo al llano. Hasta 1943, fue un tiempo de desencuentros, teñido por episodios trágicos, como el asesinato de un senador en el recinto del Senado de la Nación.
La llegada del peronismo trajo consigo la inclusión social y política de un vasto sector de la sociedad, pero desde la primera hora reunió en la vereda de enfrente a buena parte del arco político de su tiempo, aglutinado en la Unión Democrática. La revolución de 1955, lejos de contribuir a la unidad nacional, dio paso a un tiempo erizado de violencia institucional y política que se extendió en los años subsiguientes.
Las dos presidencias civiles —Arturo Frondizi y Arturo Illia— sucumbieron en medio de los antagonismos en danza, y el golpe de Estado de 1966 no hizo sino profundizar la grieta. Sin embargo, a ese tiempo desangelado y tumultuoso pertenece uno de los pocos gestos a favor del encuentro de los argentinos: el acuerdo llamado La hora del Pueblo y el abrazo Perón-Balbín, artífices del pacto para democratizar el país. Sin embargo, ese espíritu de reconciliación se desvaneció en al aire, arrollado por la violencia desencadenada entre 1973 y 1983.
La democracia recuperada ese último año abrió una nueva etapa en la historia argentina, que llega hasta el presente. El balance de casi 35 años de Estado de Derecho no es pletórico en afianzamiento republicano, sino más bien salpicado de asignaturas pendientes. De los cinco primeros presidentes electos desde entonces, dos de ellos no completaron su mandato, acuciados por crisis económicas que detonaron la institucionalidad. La última de ellas, la de fines de 2001, dejó secuelas en la sociedad que, de tanto en tanto, afloran a la superficie bajo la forma de expresiones de descontento e interpelación a los respectivos gobiernos.
En el contexto sucintamente planteado, la intención de avanzar hacia un acuerdo nacional debe ser siempre bienvenida, en la medida que abra la posibilidad de poner en marcha políticas de Estado de largo alcance, capaces de solucionar los problemas estructurales del país, difíciles de arreglar sin consenso suprapartidario. En ese sentido, a la Argentina le vendría de perillas un acuerdo como el de La Moncloa, los pactos que, allá por 1977, permitieron a España navegar virtuosamente la transición del posfranquismo a la plenitud republicana.
Para lograr un efecto real, un acuerdo de ese tipo debe estar sustentado por una genuina voluntad política de todas las partes intervinientes, de lo contrario sería un artificio retórico más. En ese marco, cada firmante debe estar dispuesto a ceder algo para alcanzar un objetivo superior en beneficio del bien común.
Sería una pena que, superada cualquier crisis, se deje de lado el esfuerzo por acordar cursos de acción sustentables, capaces de restablecer la confianza de los argentinos en el país, recuperar valores perdidos a lo largo del camino y pensar de verdad en las futuras generaciones.
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