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Caso Yalovetzky. No fue ninguna cachilera

El viernes 29 de mayo de 1959, en el almacén Colombres, todos los integrantes de una familia eran asesinados. Cómo pasó y por qué es algo que quedará envuelto para siempre en el misterio.

No se gaste en buscar la palabra "cachilera". No la va a encontrar en el diccionario de la Real Academia Española. Tampoco les pregunte a los jóvenes de la casa, porque seguro no van a saber qué contestarle, más bien diríjase a los mayores, y entonces, sí, seguro que algún abuelo memorioso sabe bien de qué se trata, y quizá hasta recuerde la letra de aquellas coplas populares que según dicen compuso el Chango Rodríguez, a comienzos de los ‘70. Y, por qué no, si se lo piden, hasta se anime a canturrearlas: "Acá lo traigo a Villalba/que no es ninguna cachilera/por una tajada de fiambre/mató una familia entera".

Entonces quedará más que claro que "cachilera" significa fatuo, insignificante, y tal parece que aquel sujeto no lo era. Más bien todo lo contrario: lo que encerraban aquellos versos legendarios era algo grave, macabro, terrible. Como la muerte misma.

Ahora que ya sabemos qué es cachilera falta averiguar quién era Villalba y cuál la familia entera que despachó al otro mundo "por una tajada de fiambre". Suena un tanto inverosímil y exagerado a la vez: ¿liquidar una familia completa por una feta de mortadela, salame o lo que fuere? Parece demasiado. Sin embargo, el abuelo que recuerda perfectamente el caso, afirma que así fue, que allá por el mes de mayo de 1959, en barrio San Martín, eso fue lo que pasó. Mataron a una familia entera: los Yalovetzky. A todos: al padre, la madre y los dos hijos. A los cuatro. ¡Cómo se iba a olvidar de algo así!

Es que hace 50 años no era como ahora, que los crímenes son cosa de todos los días, tanto que ya nadie se asombra de las muertes que ocurren a diario. En aquel tiempo, en cambio, las personas morían cuando les llegaba la hora, un poco más jóvenes, es cierto, pero sólo porque la esperanza de vida era menor. No porque las anduvieran matando por allí.

Basta repasar las crónicas policiales de la época para comprobar que los llamados hechos de sangre solían cobrarse a lo sumo una víctima, acuchillada en un entrevero de borrachos o cosas por el estilo. No había matanzas colectivas. Por eso, el cuádruple homicidio de barrio San Martín sacudió a una sociedad que aún tenía mucho de aldeana y todavía no latía al compás de los tiempos violentos que vinieron después.

¿Qué fue lo que pasó? Nadie lo sabe con total certeza, porque no hubo testigos. Aquella noche aciaga, el viernes 29 de mayo de 1959, sólo estuvieron en el almacén Colombres, frente a la plaza de los Burros, donde ocurrió todo, las cuatro víctimas y el asesino. Nadie más. Cómo pasó y por qué es algo que quedará envuelto para siempre en el misterio.

Sí podemos relatar los hechos tal cual surgieron de la investigación posterior, del resonante proceso que le siguió y de la inusitada cobertura mediática que tuvo el caso que –como la desaparición de Martita Stutz– mantuvo en vilo durante semanas a la población y trascendió las fronteras de la provincia. Y eso sin contar las habladurías, leyendas, rumores y versiones de toda clase que entonces rodaron por la ciudad como reguero de pólvora. Tanto conmovió el hecho que, además de cachilera, se popularizó otra palabra poco conocida: grinfa. Y el público acuñó una frase que se siguió usando durante años: Le dio con una grinfa. ¿Y qué era una grinfa? Una barreta de hierro que usaban los albañiles y con la que presumiblemente aquella noche Villalba les destrozó el cráneo a los desafortunados Yalovetzky.

Pero vayamos por partes. En apretado resumen, lo que se ventiló y probó a medias durante el juicio fue que Villalba, albañil de profesión, llegó fuera de hora al almacén de don Jacobo, quizá con algunas copas de más, y le exigió que le despachara un poco de fiambre y una botella de vino. Cuando el almacenero le dijo el importe, Villalba, que era cliente de la casa, le pidió que lo anotase en su cuenta. Y allí parece que la cosa se salió de madre: don Jacobo se negó a fiarle y el otro extrajo del bolso donde llevaba las herramientas la famosa grinfa y le asestó un golpe mortífero. Le siguió doña Juana Lerner, esposa del almacenero, que también fue golpeada brutalmente hasta caer exánime. Y todavía quedaban Bernardo, el hijo menor, y Saúl, el mayor, que cursaba el último año de Medicina. Los dos corrieron la misma suerte de sus padres. Todos fallecieron en el acto, salvo Saúl, que sobrevivió unas pocas horas. El fiambre quedó cortado sobre el mostrador y la botella estrellada contra el piso.

A la mañana siguiente, los vecinos de la cuadra se asombraron de que el almacén no abriera sus puertas a la hora acostumbrada y dieron parte a la comisaría más cercana, la Seccional Novena de Policía. Cuando los uniformados y el juez de turno ingresaron a la casa se encontraron con un espectáculo espeluznante: cuatro cadáveres tendidos en el piso y bañados en sangre. Mientras, afuera, una multitud apesadumbrada y ávida de novedades cubría la calzada.

Qué pasó después. Ante la falta de testigos, la Policía estuvo desorientada durante varias semanas, buscándole la punta al ovillo. Que recién apareció cuando alguien mencionó a Villalba, un albañil que trabajaba a la vuelta del almacén. Dar con él y apresarlo fueron una sola cosa. En realidad, el hombre no había huido ni mucho menos. Siguió trabajando en una casa vecina de los Yalovetzky y fue detenido en su hogar, en la villa Remedios de Escalada, donde vivía junto a su familia. Además de Villalba, fueron prendidos sus presuntos cómplices, dos peones que trabajaban en la misma obra: un menor de apellido Bustos y un sujeto llamado Caminos que hubo que ir a buscar a la provincia de Santa Fe. Ambos quedaron fuera de sospecha y fueron liberados. Después todo sucedió al revés de cómo debió haber sido: comenzó la búsqueda de testigos que hasta allí no habían aparecido y de evidencias que faltaban para cerrar el círculo sobre el único detenido. Curiosamente, no hubo reconstrucción del hecho. Sí hubo múltiples pericias y pruebas de laboratorio de los escasísimos elementos de prueba obrantes en el expediente, tanto que el más importante era un solitario cabello que se recogió en la escena del crimen.

Pese a todo, Villalba resultó procesado y la causa fue elevada a juicio oral. El 25 de octubre de 1960, la Cámara Cuarta del Crimen condenó a José Clemente Villalba, santiagueño, casado, de 37 años de edad, a la pena de 25 años de reclusión.

¿Fue realmente Villalba? La punzante pregunta resuena aún hoy en círculos policiales y judiciales. Ocurre que hay varias circunstancias que abren una rendija a la duda. La primera es que el supuesto autor material no tenía antecedentes penales y nadie pasa de la nada a matar cuatro personas a sangre fría. Si bien era un sujeto parco, algo taciturno, en su prontuario no constaban hechos anteriores de violencia. Hasta podría decirse que era un tipo normal.

Tampoco se pudo probar el móvil, que en un principio se creyó que había sido el robo pero luego se descartó, al punto que en ausencia de pruebas no se formularon cargos. Ni siquiera lo del arma asesina quedó plenamente demostrado, porque pudo haber sido la grinfa como también cualquier otro instrumento de características similares. Si no fuera porque Villalba, vaya a saber por qué, hizo una confesión temprana, difícilmente se hubiera podido lograr un fallo condenatorio. En realidad, lo terminó hundiendo esa declaración de culpabilidad que su abogado intentó derribar alegando que había sido efectuada en sede policial y bajo apremios. Más allá del fallo judicial, en la opinión pública quedó la sensación de que el condenado no era más que un "perejil", alguien a quien se le cargó el cuádruple homicidio porque hacía falta un culpable.

Cumplidos 15 años de prisión, Villalba salió a mediados de los ‘70 por buena conducta. Y nunca volvió a saberse de él. Los Yalovetzky están enterrados en el cementerio Israelita de Córdoba.

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