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Córdoba y la Revolución de Mayo

La revolución de Mayo fue un acontecimiento netamente porteño. Córdoba y el resto del virreinato poco o nada tuvieron que ver con una revolución concebida y ejecutada por un grupo de patriotas metropolitanos que supo aprovechar la oportunidad que se presentaba ante el virtual estado de acefalía en España.

Los hombres de Buenos Aires, que tenían un ojo puesto en la lejana península, cuando Napoleón arrebató la corona a los Borbones –padre e hijo-, no vacilaron en proclamar que el virrey Cisneros ya no representaba a nadie y, ni lerdos ni perezosos, lo reemplazaron por una junta de gobierno criolla. Eso fue en esencia la Revolución de Mayo. A los hombres que la protagonizaron sólo los unía el afán independentista, todo lo demás los separaba: prueba de ello es que no estaban de acuerdo ni siquiera en la forma de gobierno a adoptar por la ex colonia. Sin embargo, se las arreglaban para compartir el mismo paraguas hombres de distintas ideas, conservadores y revolucionarios, Saavedra y Moreno. Una vez dado el primer paso, los inspiradores del golpe de mano debían dar el segundo: llevar la revolución a todo el ámbito del antiguo virreinato.

En Córdoba, el partido español era fuerte. El grupo que manejaba el poder estaba integrado por el gobernador Juan Gutiérrez de la Concha, el ex gobernador Victorino Rodríguez, el obispo Rodrigo Antonio de Orellana, el “clan” de los Allende y los vecinos más notables de la docta. En los meses previos a los acontecimientos de mayo, este grupo recibió un valioso “refuerzo”: el ex virrey y héroe de la reconquista, Santiago Liniers, se radicó en Córdoba junto a sus hijos. La piedra en el zapato del núcleo gobernante era el deán de la Catedral, Gregorio Funes. El religioso, levantisco y difícil de arrear, lideraba –junto a su hermano Ambrosio- la oposición cordobesa.

Tan pronto como llegaron las noticias de la revolución porteña, los españolistas cordobeses la desconocieron y se aprestaron a ofrecer resistencia: Córdoba sería la cabeza de la contrarrevolución. La réplica de Buenos Aires no tardó en hacerse sentir. Llegó bajo la forma de expedición militar punitiva a las órdenes de Francisco Ortiz de Ocampo, quien no tuvo mayores problemas para sofocar el foco insurgente.

Que no cunda el ejemplo cordobés Los mentores de la revolución tenían muy claro que debían evitar que el ejemplo cordobés se extendiera a otras provincias o se pondría en riesgo toda la operación. Para curarse en salud, una vez apresados los líderes del complot, decidieron actuar con el máximo rigor: sin pérdida de tiempo ordenaron a Ortiz de Ocampo que los pasara por las armas. Éste, temeroso de provocar un rebrote subversivo, prefirió enviar los prisioneros a Buenos Aires.

Cuando Mariano Moreno, el fogoso secretario de la Primera Junta se enteró de que venían camino a la metrópoli, puso el grito en el cielo y envió a Juan José Castelli –otro jacobino igual que él- a interceptarlos y fusilarlos allí donde los encuentre. “Vaya usted y espero que no incurrirá en la misma debilidad que nuestro general, y si todavía no se cumpliese la determinación tomada , irá el vocal Larrea, a quien pienso no faltará resolución, y por último iré yo mismo si fuese necesario”, tronó Moreno.

La ansiedad del secretario se explica en parte por el hecho de que entre los cautivos venía Santiago de Liniers, cuya presencia en Buenos Aires –dada su gran popularidad- podría volvérsele en contra al gobierno. El encuentro se produjo en Cabeza de Tigre, paraje cercano a Cruz Alta, y no fue necesario que Moreno enviara a nadie más: en el Monte de los Papagayos, los cinco principales cabecillas del motín fueron arcabuceados por un pelotón de 20 fusileros. Previamente, Castelli leyó en voz alta la sentencia de muerte y el obispo Orellana –le perdonaron la vida por ser sacerdote- impartió la bendición a los condenados.

Apenas se marcharon los soldados, los habitantes de la casa de postas cercana, acudieron al lugar y enterraron los cuerpos. Alguien colocó una cruz sobre la que escribió la palabra “Clamor”, formada por las iniciales de Concha, Liniers, Allende, Moreno, Orellana –que en realidad se salvó- y Rodríguez. La precaria cruz sirvió para que, medio siglo después, los cuerpos pudieran ser recuperados para darles una mejor sepultura. Los cadáveres fueron exhumados en enero de 1861 y repatriados a España. Desde 1864 los restos de Liniers y quienes murieron junto a él descansan en el Panteón de Marinos Ilustres, en la población de San Fernando, próxima a Cádiz.

En las instrucciones reservadas impartidas a Ortiz de Ocampo –y que éste ignoró- quedaron asentadas las razones que tuvo la Junta para actuar con la dureza con que lo hizo: “Este escarmiento debe ser la base de la estabilidad del nuevo sistema y una lección para los jefes del Perú, que se avanzan a mil excesos por la esperanza de la impunidad, y es al mismo tiempo la prueba fundamental de la energía con que llena esa expedición los importantes objetos a que se destina”.

Los aportes cordobeses Apaciguada Córdoba, Castelli y los otros marcharon al Alto Perú, donde la pasaron mal. Los cordobeses, en tanto, superada la conmoción inicial y a medida que se conocían mejor las altas miras de la revolución, se sumaron a la causa independentista.

De aquí salieron soldados y oficiales que engrosaron las filas del Ejército del Norte; de aquí partieron caballos, ponchos, calzados, pólvora y enseres a todos los rincones de la patria donde se peleaba contra el español, y así fue hasta el final de la guerra.

Los porteños, sin embargo, mantendrían la desconfianza hacia Córdoba por varios años. De hecho, durante los primeros años de la revolución, designaron todos los gobernadores que tuvo la provincia, cuyas gestiones duraron poco y no fueron trascendentes. Recién en 1815 el cabildo de Córdoba pudo nombrar a un gobernador local.

Pero a pesar del férreo control que los hombres de Buenos Aires ejercían sobre la díscola provincia, muy pronto tendrían otro dolor de cabeza “cordobés”. Dos días después del histórico 25 de mayo, la Junta –para evitar el aislamiento y comprometer al interior en la guerra contra los españoles- requirió a las provincias el envío de diputados a un Congreso General “y para tomar parte activa en el gobierno”.

El Cabildo de Córdoba –ya sin la presencia del partido monárquico- designó al deán Funes, quien llegó a Buenos Aires con su diputación bajo el brazo en el mes de octubre, dispuesto a hacer valer sus títulos. Y vaya si lo hizo. En poco tiempo, aquel sacerdote –que tenía tanto de erudito como de sagaz- se convirtió en uno de los pilares del gobierno patrio, participó activamente en los debates jurídicos y era asiduamente consultado en distintas materias.

El hombre que dejaba tan bien parados los lauros cordobeses era, sin embargo, el principal adversario ideológico y político de Moreno. La alianza de Funes con Cornelio Saavedra dio lugar a un eje de poder –basado en la capacidad intelectual de uno y en el poder militar del otro-, que desplazó del centro de la escena al “ala dura” de la revolución, la que en poco tiempo quedó desmembrada.

La puja entre “conservadores” y “progresistas” quedó resuelta momentáneamente a favor de los primeros, aun cuando unos y otros compartían las ideas libertarias. De Moreno, a dos días de su partida al extranjero, el deán Funes en carta dirigida a su hermano Ambrosio diría: “Moreno se embarcó para Londres, muy detestado de este pueblo por sus crueldades”.

Probablemente exageraba, pero hasta eso estaba permitido en aquellos días de fervor patrio. Sin embargo, la vorágine de los acontecimientos de la época no tardaría en devorar también a Saavedra y a Funes, quedando sus nombres para la historia.

Así fue como Córdoba estuvo presente en la primera –y azarosa- hora de nuestra querida patria.

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