“La historia no es una mala mujer”, tituló La Voz del Interior, el 29 de septiembre de 2002, una nota a Efraín U. Bischoff. “Es una buena compañera que nos sabe escuchar y que nos sabe decir no, esto no hay que hacer”, agregó el reporteado un día antes de cumplir los noventa.
Quién más autorizado que él para dar fe de la lealtad de “la señora Historia”, su fiel compañera de toda la vida. La que lo sedujo y se mantiene fiel a su lado en la hora centenaria.
Don Efrain nació, como no podía ser de otra manera, en un lugar con mucha historia: en la antigua Ensenada de Barragán, ese desembarcadero natural donde en tiempos de la colonia pasó de todo. Y más profético todavía resulta el día de 1912 en que llegó a este mundo: 30 de septiembre, Día de San Jerónimo, patrono de la ciudad de Córdoba por voluntad de su fundador. Todo un presagio que se confirmó pocos años más tarde, cuando ese niño platense recaló en tierra cordobesa para labrar aquí su vasta labor profesional.
Bischoff no es un historiador académico; aunque riguroso, su estilo es popular, apto para no historiadores, como él mismo se lo propuso. Maestro de generaciones enteras, les lleva al resto de sus colegas una ventaja inalcanzable: él vivió y vive la historia, gran parte de lo que nos cuenta en su prolífica obra le consta por haber sido testigo de acontecimientos que no necesitó investigar porque los conserva aún frescos en su prodigiosa memoria. Y los que no, sabe a qué fuente confiable recurrir para no “macanear”, como suele aconsejar a cronistas noveles como uno. Es que don Efraín es, por sobre todas las cosas, amante de la verdad, de la verdad histórica, a la que nunca faltó ni tergiversó para brindar a sus lectores un texto manipulado para despertar pasiones, rencores o admiraciones prefabricadas. Respeto, es su código primigenio.
Pese a que fue y es un laborioso obrero de la historia, le sobra chapa de historiador: autor de una obra fecunda; distinguido y premiado a más no poder; reconocido por sus pares y venerado por sus discípulos que nos contamos por cientos, miles quizás. Sin embargo, su mayor capital es la credibilidad, esa condición que se añeja, como los buenos vinos, sólo con el transcurso del tiempo.
Se ocupó de todos y de todo, es casi imposible descubrir algún tema o personaje de Córdoba que no haya pasado por su máquina de escribir. Basta repasar la lista interminable de títulos de libros, folletos, ensayos y artículos publicados a lo largo de casi ocho décadas para comprobarlo. Su Historia de Córdoba es un libro de cabecera para cualquier historiador profesional o aficionado, que no puede faltar en el anaquel de bibliografía básica de nuestra Córdoba.
Hay innumerables facetas de don Efraín dignas de elogio y admiración. Por razones de espacio y para no caer en el discurso empalagoso de ocasión, elegiré una de entre todas, la que suele marcar a fuego la diferencia entre los grandes que se creen tales y los grandes de verdad: la generosidad.
Sólo quienes se sienten seguros de sí mismos y de lo que tienen para decir y a su vez no temen compartir el fruto de su trabajo, su aquilatada experiencia y su bien ganado prestigio con otros, aún cuando no estén a su altura, son capaces de tender su mano abierta para guiar al novato.
Y don Efraín U. Bischoff es un grande, entre otras muchas cosas, porque le sobra generosidad. Puedo afirmarlo con vehemencia porque lo viví en carne propia: cuando diez años atrás yo daba mis primeros pasos en la divulgación histórica, le pedí que fuera el presentador de mi primera obra, Historia Mínima de Córdoba, y lo hizo sin prejuicios ni reparos de ninguna naturaleza. Las palabras que pronunció aquel lejano día prologan las posteriores ediciones del libro.
Gracias, don Efraín. Gracias, Señor Historia, por todo lo que hizo y hace por nosotros, los cordobeses que amamos nuestra historia y tenemos el privilegio de contar con un faro viviente que ilumina nuestro pasado y presente.
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