Cristóbal Colón le dio a España el privilegio de llegar antes que el resto del mundo al nuevo continente que él descubrió. Sin embargo, murió sin saberlo; y lo que es peor aún, fue víctima de calumnias y crueles sufrimientos. Hasta hoy se discute dónde se hallan sus restos.
El 2 de enero de 1492, Boabdil, el último rey moro, entregó las llaves de la Alhambra a los vencedores. Granada, el último bastión infiel, había finalmente caído. Poco después, Cristóbal Colón compareció nuevamente ante Fernando e Isabel y, como la vez anterior, desplegó mapas, discurseó sobre distancias y vientos marinos y tentó a los Reyes Católicos hablándoles de tierras exóticas atestadas de oro y especias que se hallaban al otro lado del mar. Esta vez su plan fue escuchado con mayor consideración y benevolencia, pero sus pretensiones fueron consideradas excesivas y hasta insolentes por los monarcas, quienes, como la vez anterior, lo despidieron sin darle mayores esperanzas. Sin embargo, Isabel insistió ante su marido y ambos decidieron apoyar a Colón.
Tras la firma del contrato, el entusiasta navegante montó apresuradamente la expedición a las Indias. No dejaría nada librado al azar. Seleccionó personalmente la brújula, el reloj de arena y el astrolabio que le ayudarán a no extraviarse más allá de las aguas conocidas, cuando se interne en el temible Mare Tenebrosum, donde acechan abismos y monstruos terribles. Sin embargo, nada de eso lo intimida. Confía ciegamente en su religión; está seguro de que Dios lo guiará a su destino. Claro que todavía ignora que sus cálculos están errados y que las dimensiones del globo terráqueo son mayores de las que imagina, por lo que tendrá más días de navegación que los previstos. Y más problemas de los esperados.
Rumbo a las Indias
Por fin, llegó el gran día. El viernes 3 de agosto de 1492, frente al puerto de Palos de la Frontera tres naves esperan la orden de partida. Una de ellas es una nao, a la que Colón bautizó “Santa María”. Las otras dos, la “Niña” y la “Pinta”, son carabelas, lo último en materia de navegación de ultramar. Los fondos para la larga travesía fueron trabajosamente reunidos sin que fuera necesario que la reina vendiera sus joyas, como había prometido. Las naves llevaban un centenar de hombres a bordo, reclutados en su mayoría por los hermanos Martín Alonso y Vicente Pinzón, que además de comerciar salazones y hacer de corsarios en los ratos libres, son eximios marineros. No resultó nada fácil reunir a la tripulación: muy pocos estaban dispuestos a embarcarse hacia la nada bajo las órdenes de un almirante desconocido. No había entre ellos mujeres, frailes ni soldados. Sí iban, en cambio, cuatro criminales y un traductor de lenguas orientales.
La gran aventura finalmente se puso en marcha. A las ocho de la mañana, después de oír misa y comulgar, las tres naves se hicieron a la mar. Lo que vino después, durante los setenta y dos días que duró la travesía, fue penoso. Colón no sólo debió afrontar las adversidades del viaje, como la falta de vientos, sino varios conatos de amotinamientos. Por fin, el 12 de octubre de 1492 el gran sueño se haría realidad. Ese día, Rodrigo de Triana, desde lo alto del palo mayor, gritó: “¡Tierra!”, y Colón suspiró aliviado.
Nadie es profeta en su tierra
Después del primero, sin saber que había descubierto un nuevo continente, Colón hizo tres viajes más, con suerte diversa. Del tercero de esos viajes, regresó a España engrillado y acusado de graves cargos. Pese a que el injusto maltrato al que se lo sometió melló su ánimo, se empeñó en realizar un cuarto y último viaje al Nuevo Mundo.
Fracasado y enfermo, volvió definitivamente a España a fines de 1504 y ya no regresó a la tierra que había descubierto. Para mayor desgracia, ese año murió su amiga, la reina Isabel. Colón vivió sus últimos años reclamando infructuosamente ante la Corona por sus derechos y para que su obra fuese debidamente reconocida, cosa que no consiguió. Calumniado y casi paralítico a causa de la artritis, murió el 20 de mayo de 1506 en la ciudad de Valladolid. Mientras, en el Nuevo Mundo la caza de tesoros y las tropelías contra los nativos estaban a la orden del día.
Un año más tarde, el cartógrafo alemán Martín Waldseemüller publicó la Cosmographie Introductio, la obra donde se menciona por primera vez la palabra América para nombrar al Nuevo Mundo, derivándola del nombre de pila del navegante florentino Américo Vespucio, el único que había publicado sus notas de viaje. Ni siquiera ese postrer premio consuelo le tocó al infortunado Colón.
Y... ¿dónde está la tumba?
El cuerpo de Cristóbal Colón, vestido con un hábito franciscano, fue enterrado en un monasterio de Valladolid y poco más tarde fue trasladado a otro monasterio, esta vez en Sevilla. Permaneció allí hasta que, en 1544, por disposición de su nuera, la virreina María de Toledo, los restos fueron enviados a Santo Domingo, como el mismo Colón lo había pedido. A partir de entonces, la ruta que siguieron los huesos del navegante fue bastante azarosa: cuando en 1795 Santo Domingo cayó en manos de Francia, los españoles los enviaron a La Habana hasta que, en 1899, después que Cuba resultara a su vez ocupada por Estados Unidos, fueron nuevamente devueltos a Sevilla y colocados en la tumba que se levanta en el interior de la imponente catedral de aquella ciudad andaluza.
Sin embargo, la cosa no terminó allí: en 1877 se descubrió en la catedral de Santo Domingo una urna de plomo con el nombre de Colón que contenía fragmentos de huesos en su interior, por lo que los dominicanos dedujeron que los restos que los españoles despacharon a Cuba pertenecían en realidad a Hernando, hijo del almirante, y no al padre. Al cumplirse quinientos años del descubrimiento, el gobierno erigió un monumento llamado “Faro a Colón” donde quedó depositada la urna y hasta hoy sostiene que allí y no en otro lado están los restos del almirante.
Para saldar la polémica, en el año 2004, el Laboratorio de Identificación Genética de la Universidad de Granada realizó pruebas de ADN sobre los presuntos restos de Colón que se hallan sepultados en Sevilla que incluyeron, además, a los de su hijo Hernando y su hermano Diego, hallando compatibilidad entre las muestras obtenidas. Para completar el estudio, los científicos españoles intentaron acceder a los restos que se hallan en Santo Domingo, pero las autoridades de ese país no lo permitieron sino un año más tarde, revocando luego dicha autorización.
Hasta hoy persiste la duda acerca del verdadero lugar donde se hallan las cenizas del descubridor de América.
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