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Elecciones a la cordobesa

El domingo pasado quedó demostrado una vez más que Córdoba es Córdoba. Parece una verdad de Perogrullo, pero así es.

Una primera conclusión es que la agenda propia volvió a prevalecer sobre toda otra cuestión extraterritorial, a la vez que se repitió el comportamiento autónomo, racional y reacio a influencias foráneas por parte de los cordobeses a la hora de decidir su destino.

No es un dato menor que en esta oportunidad la mayoría haya decidido prolongar por otros cuatro años el ciclo político que dura ya veinte, dejando de lado el prejuicio acerca de la continuidad o la supuesta concentración de poder como un absoluto negativo a priori. Tampoco lo es que esa licencia haya recaído sobre el peronismo en una provincia que no es de raíz peronista ni lo fue en el pasado. Ese pragmatismo, consciente y responsable, se manifiesta de distintas maneras en cada turno electoral y favorece a unos u otros conforme a las circunstancias.

El discurso del gobernador a pocas horas de su reelección por amplio margen puso de manifiesto esa peculiaridad del electorado cordobés, capaz de elegir, según sus palabras, un intendente de un partido, un gobernador de otro y un presidente de un tercero, tal como ocurrió en años recientes.

Algunos han dado en llamar “partido cordobés” a esa voluntad transversal subyacente que cada tanto y sin permiso sale a la superficie, desbordando barreras convencionales y sorprendiendo a propios y, sobre todo, a extraños. De otro modo no se entendería, por ejemplo, cómo pudo ser que en la década de 1920 aquí gobernaran los conservadores con presidencias radicales en el país, y a la inversa en la década siguiente, radicales aquí y conservadores allá.

También se suele llamar “cordobesismo” a ese perfil localista cuya comprensión cabal, además de las necesarias elucubraciones académicas, requiere desentrañar el combo cultural que incluye tonada, humor, cuarteto, La Cañada, mate con peperina y fernet con Coca, entre otros ingredientes ontológicos. El propio presidente de la República parece advertirlo cuando suele comparar a Córdoba con Barcelona y repetir que “si tuvieran mar se hubieran independizado hace rato”.

El rasgo de identidad señalado no es algo nuevo: existió desde la primera hora; desde que Jerónimo Luis de Cabrera fundó la Córdoba de la Nueva Andalucía en tierra de comechingones, bien lejos de donde lo mandaron hacerlo. Ese talante insumiso —ora conservador, ora transgresor, pero siempre auténtico— persistió durante siglos hasta hoy. Está presente en la página del libro de Historia de Córdoba donde uno lo abra, cualquiera sea.

Esta vez le tocó al peronismo, pero en la primera hora de la democracia renacida en 1983 fue Eduardo César Angeloz, exégeta avezado de esa condición ancestral de sus conciudadanos, el destinatario de un amplio apoyo mayoritario que lo hizo tres veces gobernador de la provincia. Su primer mandato reunió una cuota de poder pocas veces vista, que excedió largamente el alcance de su propio partido.

José Manuel de la Sota fue el siguiente fiel intérprete de lo mismo. No en vano conformó en 1991 la Unión de Fuerzas Sociales para ampliar el espectro limitado del peronismo tradicional a otros sectores. Esa fórmula dio resultados en 1998, cuando alcanzó su primera gobernación, y todavía dos veces más, en 2003 y 2011. La nueva versión del actual oficialismo responde a idéntica lógica, sólo que aggiornada.

Desde esa perspectiva, tanto aquel radicalismo como este peronismo lucen como un partido provincial antes que expresiones distritales de las fuerzas nacionales a las que pertenecen. No en vano, a su tiempo, ambos marcaron esa impronta.

Sin embargo, sería un error de los ocasionales beneficiarios de esa voluntad colectiva creer que es gratuita, complaciente, incondicional o que dura para siempre. Mucho menos, banal o movilizada por cantos de sirena o campañas publicitarias efectistas. Los cordobeses no libran cheques en blanco: dan —en una suerte de tácito comodato— o quitan ese apoyo según el empeño y la capacidad de quien lo recibe en honrar la confianza depositada y obrar en consecuencia. Los votantes saben bien que las reglas de juego republicanas brindan a la sociedad el instrumento adecuado para retirarla o ratificarla, según el caso. Sobran los ejemplos, algunos muy recientes.

A los de afuera les cuesta entender esta cuestión sutil, sobre todo a referentes y analistas porteños, acostumbrados a proyectar sus propias conductas y deseos a un universo provinciano que conocen poco y les interesa menos aún conocer, salvo que afecte sus propios intereses. La prueba está en que muchos de ellos salieron en tropel a agitar una proyección nacional de los comicios cordobeses que el propio vencedor se cuidó de relativizar, sabedor de que en cada elección los naipes vuelven a mezclarse y repartirse.

Esa independencia de criterio, esa reticencia a ser llevada de las narices, habla bien de Córdoba, a la vez que la torna más compleja y exigente para los circunstanciales gobernantes. Creer lo contrario —que se puede manipular o desairar el mandato ciudadano sin pagar costos— es bajarle el precio a una sociedad que no desaprovecha las ocasiones que se le presentan para demostrar su madurez y soberanía.

Quien es capaz de entender cabalmente esta regla de oro, recibe el condigno premio. Como pasó el domingo.

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