La peste bubónica, una plaga de alta letalidad, anduvo por Córdoba en varias ocasiones. Uno de los brotes más recordados fue entre los años 1919 y 1920, cuando todavía estaba fresco el recuerdo de la pandemia de la llamada gripe española, que había asolado la provincia hacía poco y causado numerosas muertes.
Aunque con menos virulencia que las veces anteriores, la presencia de la peste causó pánico en una Córdoba que, según el censo de 1914, tenía 735 mil habitantes y 135 mil la capital. El gobernador Rafael Núñez (Partido Demócrata) llevaba poco más de un año en el cargo cuando aparecieron los primeros casos en Toledo y Río Segundo.
El Consejo de Higiene emitió las recomendaciones usuales, pensando que el brote no se extendería. Sin embargo, no tardó en presentarse en varios departamentos del interior, como San Justo, San Martín y Río Primero, y en la misma ciudad de Córdoba. El intendente municipal era un médico de prestigio: León S. Morra. En esa plaza había solo tres hospitales (San Roque, de Niños y Clínicas) y escasa infraestructura sanitaria de cloacas y agua potable.
El cuadro patético de la epidemia reciente volvió a ensañarse con los barrios populares. Pese a que ya se conocía que la causaba una bacteria, la portaba un roedor y la inoculaba una pulga, todavía no había un tratamiento adecuado ni suficiente profilaxis. Hubo cuarentena, aislamiento obligatorio, limpieza y desratización de lugares de riesgo, prohibición de reuniones sociales incluso velatorios, clausuras y medidas por el estilo no acatadas del todo.
Entretanto, la Iglesia, que tenía fuerte influencia en esa época, volvía a plantear la cuestión en el plano religioso y a recurrir a procesiones, misas e imprecaciones para frenar el mal. La oposición, por su parte, trató de politizar la situación culpando a las autoridades de turno.
Un siglo después, Córdoba atraviesa una cuarentena sin antecedentes en cuanto a su alcance y rigor, esperando que la nueva pesadilla pase pronto.
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