La Universidad Nacional de Córdoba, la más antigua del país, fue fundada en 1613. Las otras dos universidades nacionales eran la de Buenos Aires (1821) y La Plata (1905).
Hacia 1918, mientras que en las dos últimas prevalecía el pensamiento liberal positivista de la época, la Universidad cordobesa seguía cultivando su perfil ancestral, despojado de prácticas democráticas, y alejado del cientificismo en boga.
A su tiempo, el rector Manuel Lucero, un liberal empedernido, había propiciado una reforma de corte progresista que le valió la oposición del sector más tradicionalista que anidaba en los viejos claustros, y desde entonces reinaba la inmovilidad absoluta.
La Universidad de Córdoba, nacionalizada en 1854 durante la presidencia de Justo José de Urquiza, contaba con tres facultades: Derecho y Ciencias Sociales, Ciencias Físicas y Matemáticas (1873) y Ciencias Médicas (1877).
El antecedente inmediato de los acontecimientos conocidos como la Reforma de 1918 fue la protesta estudiantil derivada del cierre del internado del Hospital Nacional de Clínicas, dispuesto por el rector Julio Deheza en diciembre de 1917. El Centro de estudiantes de Ciencias Médicas elevó un crítico memorial al ministro de Justicia e Instrucción Pública de la Nación José S. Salinas, exponiendo la situación.
Trascartón, renacieron las críticas al enfoque religioso, la reticencia a los cambios y la falta de participación. Salía a la superficie el germen de la discordia que venía incubándose en los últimos años. Las vetustas estructuras y anticuadas prácticas académicas no conformaban a buena parte del estudiantado de una universidad que tendría en aquel momento alrededor de un millar de alumnos, cuyo ingreso era restringido y las cátedras vitalicias.
El conflicto cobró intensidad en el mes de marzo de 1918, cuando los estudiantes conformaron un Comité Pro Reforma que dispuso una huelga general. En abril, el presidente Hipólito Yrigoyen, haciéndose eco del reclamo reformista, decretó la intervención de la Universidad, designando a José Nicolás Matienzo, Procurador General de la Nación, quien aprobó la reforma de los estatutos y la consiguiente elección democrática de decanos.
El momento pico fue el 15 de junio: la elección del nuevo rector. Reunidos los claustros con ese fin, conforme al Estatuto recientemente aprobado, la puja se polarizó entre Antonio Nores, representante del sector confesional que respondía a la Corda Frates —una suerte de logia de notables—, y Enrique Martínez Paz, apoyado por las fuerzas reformistas. Tercero en discordia, Alejandro Centeno. A raíz del viraje de algunos consejeros, Nores ganó ajustadamente la elección, lo cual derivó en disturbios descomunales y en una nueva huelga general.
La toma de edificios académicos y las movilizaciones callejeras acompañadas de represión policial eran moneda corriente; el 15 de agosto los estudiantes bajaron de su pedestal la estatua de Rafael García, primer decano de la facultad de Derecho e ícono del pensamiento conservador, que se halla emplazada en la plazoleta frente a la iglesia de la Compañía de Jesús.
En esas circunstancias se dio a conocer la inflamada proclama de los reformistas, plasmada en el célebre Manifiesto Liminar de la Federación Universitaria de Córdoba del 21 de junio de 1918, que redactara Deodoro Roca, uno de los líderes destacados del movimiento:
«Hombres de una República Libre acabamos de romper la última cadena que, en pleno siglo XX, nos ataba a la antigua dominación monárquica y monasterial. Hemos resuelto llamar a todas las cosas por el nombre que tienen. Córdoba se redime. Desde hoy contamos para el país una vergüenza menos y una libertad más.
“Los dolores que nos quedan son las libertades que faltan. Creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana».
La demanda de mayor participación consta en el último párrafo: “La juventud ya no pide. Exige que se le reconozca el derecho a exteriorizar ese pensamiento propio de los cuerpos universitarios por medio de sus representantes. Está cansada de soportar a los tiranos. Si ha sido capaz de realizar una revolución en las conciencias, no puede desconocérsele la capacidad de intervenir en el gobierno de su propia casa.”
Este manifiesto, de cuño liberal y explícitamente anticlerical, generó la reacción del bando opuesto: el obispo Fray Zenón Bustos acusó a los estudiantes de incurrir en "prevaricato franco y sacrilegio". En medio de ese clima intenso, la universidad fue nuevamente intervenida en septiembre de ese año. José Salinas, ministro de Educación de la Nación, fue a quien el presidente Yrigoyen confió la misión de normalizar la situación, como de hecho lo hizo.
El movimiento reformista tuvo un alcance que superó largamente el ámbito universitario para convertirse en un grito libertario que resonó en toda Latinoamérica. Sus principales inspiradores fueron: Deodoro Roca, redactor del manifiesto, Enrique Barros, Gumersindo Sayago, Ernesto Garzón, Ceferino Garzón Maceda, Horacio Valdés, Ismael Bordabehere y Antonio Medina Allende, entre muchos otros. Apoyaron las demandas estudiantiles destacadas personalidades de aquel momento como Ramón J. Cárcano, Joaquín V. González y Juan B. Justo, y jóvenes egresados como Arturo Orgaz, Arturo Capdevila y Saúl Taborda.
Como saldo de este acontecimiento las viejas estructuras corporativas quedaban atrás para dar paso a una universidad más abierta y democrática. Ese fue el fruto del apasionamiento desplegado en aquellas memorables jornadas por sus protagonistas: la Universidad Nacional de Córdoba había sacudido lastres del pasado y ya no volvería a ser la de antes.
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