El 5 de enero de 1939, Lisandro de la Torre se quitó la vida. Demolido por las adversidades personales y políticas, no pudo sobreponerse a la dura realidad de un tiempo dominado por la corrupción y la ausencia de valores, y se disparó un tiro en el corazón, el del final, que terminó con su vida y la ilusión de una democracia verdadera.
En tiempos de la llamada "década infame", Lisandro de la Torre era senador por la provincia de Santa Fe, donde el Partido Demócrata Progresista pisaba fuerte. De cuño republicano y tan alejado de la derecha como de la izquierda de su tiempo, el partido fundado por De la Torre cobijaba a hombres de la política que no se sintieron contenidos por el ascendente radicalismo yrigoyenista y prefirieron seguir su propio camino.
Las diferencias venían de lejos, tanto que en su juventud, De la Torre, partidario de Alem e igual de principista, se había batido a duelo con Hipólito Yrigoyen. Fue tras el portazo que el santafesino dio al retirarse de la naciente Unión Cívica Radical, decepcionado por el estilo de conducción del caudillo en ciernes, con quien le costaba entenderse. De ese duelo a sable le quedaron huellas en el rostro que, de allí en más, ocultó bajo su barba; y eso que el esgrimista era él y no su rival, que sólo sabía usar los puños y, alguna que otra vez, el revólver, que siempre tenía a mano. No hubo reconciliación después de eso, y cada uno siguió adelante con distinta fortuna. Mientras Yrigoyen alcanzó dos veces la presidencia, a De la Torre se le escaparon otras tantas, la última en 1931, cuando encabezó la fórmula de la alianza demócrata progresista socialista que resultó derrotada por la Concordancia que, apoyada por una parte minoritaria del radicalismo, devolvió el poder a los conservadores. En los años que siguieron, mientras la mayoría de los radicales, conmovidos por la muerte de Yrigoyen, optaron por la política abstencionista, De la Torre se incorporó al Senado de la Nación y desde su banca se convirtió en una piedra en el zapato del régimen. En la única voz opositora que resonaba en un Congreso dominado por el oficialismo.
Por su actividad rural, conocía al dedillo el tema del comercio de carnes, y no se cansó de denunciar a los cuatro vientos los negociados y las manipulaciones de los frigoríficos ingleses amparados por el Gobierno. Eran los tiempos del famoso pacto Roca-Runciman, de hacendados ricos y campesinos pobres. Incansable, en 1934 propició la creación de una Comisión Investigadora, que prontamente expuso a la luz del día manejos espurios que salpicaban a prominentes funcionarios públicos. Respaldado por la contundencia de las pruebas aportadas, en 1935 provocó la interpelación del poderoso ministro de Hacienda, Federico Pinedo, y logró llevarlo al recinto del Senado junto al ministro de Agricultura, Luis Dahau. La interpelación terminó de la peor manera, con un baño de sangre del que resultó víctima un senador electo por Santa Fe llamado Enzo Bordabehere, a quien el oficialismo, caprichosamente, le impedía asumir su banca. Fue una estocada fatal de la que De la Torre, pese a que salvó su vida, no logró reponerse (ver "El atentado").
Poco después del penoso episodio, De la Torre se batió a duelo con Pinedo para saldar los agravios que ambos se cruzaron el día de la tragedia. Sin embargo, no sirvió de nada: la muerte de su discípulo y amigo Bordabehere lo había afectado profundamente. Con gran esfuerzo permaneció un tiempo más en el Senado, hasta que, cansado de sobrellevar sobre sus hombros una lucha tan solitaria como estéril, a fines de 1936 renunció a la banca. A partir de ese momento se retiró de la política activa, aunque dictó todavía un par de conferencias y participó de algunos actos contra el fascismo, cuyos coletazos llegaban a estas latitudes. Vivía recluido en su domicilio de calle Esmeralda 22. No tenía familia, sólo le quedaban algunos amigos.
El final de un hombre probo
A fines de 1938, enfermo y acosado por las deudas, perdió el campo de Pinas, en el norte de Córdoba, que era todo su patrimonio. Fue el golpe de gracia que lo demolió y, probablemente, lo empujó a la drástica decisión de quitarse la vida. Poco a poco, imperceptiblemente, fue liquidando sus deudas y despidiéndose de sus amigos. Hubo una última comida en el Jockey Club, del que era habitué, donde se lo vio de buen humor. Ese día cumplía 70 años: "Los años que me podrían quedar carecen de halagos. Tanto da vivir 80 años como 70. ¡Quizá sea mejor vivir 70!", escribió en tono premonitorio luego de aquella velada.
La noche de Reyes, el 5 de enero de 1939, abrumado por las contrariedades, se sentó delante de su máquina de escribir y redactó una carta dirigida a sus amigos íntimos, a quienes nombró uno por uno, comenzando por el doctor Luciano Molinas.
La carta contenía expresas instrucciones acerca de cómo quería que se manejaran las cosas después de su muerte. "Les ruego que se hagan cargo de la cremación de mi cadáver. Deseo que no haya acompañamiento público, ni ceremonia laica ni religiosa alguna, ni acceso de curiosos y fotógrafos a ver el cadáver, con excepción de las personas que ustedes especialmente autoricen. Si fuera posible, debería depositarse hoy mismo mi cuerpo en el crematorio e incinerarlo mañana temprano, en privado", pedía a sus amigos.
Y más adelante: "Si ustedes no lo desaprueban, desearía que mis cenizas fueran arrojadas al viento. Me parece una forma excelente de volver a la nada, confundiéndose con todo lo que muere en el universo". Adiós, escribió antes de la firma.
Luego, se disparó un balazo en el corazón. Fue cremado, pero sus cenizas no fueron arrojadas al viento; descansan en una urna en el cementerio de El Salvador, en la ciudad de Rosario. Y la historia siguió adelante sin él.
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