1812. Hacía pocos meses que había arribado al Río de la Plata. Advertido de sus conocimientos militares, el Triunvirato gobernante le encargó la formación de un regimiento de caballería. San Martín, el recién llegado, aceptó gustoso: deseaba demostrar cuanto antes su valía y, de paso, desmentir algunas versiones malintencionadas que se habían echado a rodar en Buenos Aires: que era un agente inglés o un espía al servicio de los españoles. Desde su arribo, nada le había resultado fácil en ésta, su tierra, donde era casi un desconocido. Evidentemente, los 28 años de ausencia habían borrado las huellas de su criollismo. ¡Si hasta hablaba y maldecía con acento andaluz!
Por esos días, a él, que no tenía la fortuna ni los blasones de Carlos de Alvear, su rutilante cofrade y compañero de ruta, le vino de perillas el casamiento con Remedios, la flor de los Escalada, una de las familias más linajudas de la cerrada sociedad porteña de entonces. Sin embargo, los placeres de la vida conyugal no duraron demasiado: poco después de la boda, San Martín volvió a su labor con renovados bríos. Para el adiestramiento de los noveles granaderos utilizaba el cuartel de la Ranchería, próximo a la Plaza Mayor. Allí comenzó con una corta dotación de hombres y equinos que fue incrementándose con el transcurso de los días. No le resultó nada sencillo la instrucción de aquellos voluntarios, que mostraban tanto coraje y patriotismo como inexperiencia en las artes marciales.
La situación política en el Río de la Plata era confusa; disidencias internas y fracasos militares, especialmente en el Alto Perú, se habían devorado a la Primera Junta y pronto harían lo mismo con el Triunvirato gobernante. El tan inesperado como resonante triunfo de Belgrano en Tucumán, el 24 de agosto de aquel año, mejoró los ánimos pero no aplacó el clima de agitación. Antes de que feneciera 1812, la logia de la que Alvear y San Martín formaban parte precipitó la renuncia del primer Triunvirato dominado por Rivadavia y creó un segundo, integrado por hombres afines a la causa. A poco de iniciado el nuevo año, San Martín, ascendido a coronel por las nuevas autoridades, marchó al frente de su regimiento a cumplir con la primera misión: patrullar la ribera del Paraná y reprimir las escaramuzas que efectuaba una flotilla española en las vecindades del río. En la zona, supo que la que merodeaba el lugar era una escuadrilla integrada por siete embarcaciones con unos 300 hombres abordo entre soldados y tripulantes. San Martín vigilaba día y noche las operaciones del enemigo, hasta que recibió el dato que esperaba: día, hora y lugar en que los españoles tenían pensado desembarcar en busca de vituallas.
Febo asoma
Era el 3 de febrero, y el lugar, una pequeña playa frente al convento franciscano de San Lorenzo que se levantaba junto a las barrancas del río. San Martín, al frente de 120 hombres, llegó la noche anterior. Al amparo de la oscuridad, los granaderos ocuparon posiciones. Entretanto, San Martín trazó el plan de acción: dividió sus efectivos en dos compañías, que cargarían al mismo tiempo, una por izquierda y otra por derecha, para sorprender y rodear al invasor. Al clarear el alba, él en persona subió al campanario para constatar la presencia de las embarcaciones españolas y los aprestos del inminente desembarco. Mandó entonces a sus granaderos a salir sigilosamente por la puerta trasera y ocultarse tras los muros hasta que se diera la orden de atacar. Entre la estrecha playa, al pie de una barranca, y el muro externo del monasterio había unos 300 metros de terreno; allí se libraría el combate. Los españoles, sin imaginarse lo que les esperaba, avanzaron "a paso redoblado y al viento desplegado su rojo pabellón", como rezan las estrofas de la célebre marcha de Cayetano Silva.
Cuando los españoles pisaron tierra, San Martín desenvainó su sable corvo y espoleó a su caballo –que no era blanco, sino bayo– al tiempo que sonaba el clarín ordenando la carga. Una ligera falta de sincronización hizo que la compañía encabezada por el Libertador se adelantara y quedara expuesta al fuego enemigo. Fue en ese instante cuando una descarga de metralla derribó su corcel, el que cayó a tierra aprisionando su pierna izquierda. Cuando los españoles advirtieron que el caído era el jefe patriota, se abalanzaron sobre él. San Martín zafó del primer bayonetazo de milagro, pero de no ser por Baigorria y Cabral, dos hombres de su regimiento, no hubiera contado el cuento: el primero abatió al español que se aprestaba a eliminarlo, mientras que el segundo lo ayudó a salir de la difícil situación en la que se hallaba, lo que le costó su propia vida.
El combate fue fugaz, apenas 15 minutos bastaron para que los granaderos pusieran en fuga a los realistas, que se precipitaron desde lo alto de la barranca hacia los botes, dejando tras de sí 40 muertos, 14 prisioneros, dos cañones y varias armas. Hasta la bandera dejaron, que el jefe vencedor envió como trofeo a Buenos Aires. Pocas horas después, acallados los ecos de la refriega, bajo la sombra de un pino, San Martín redactaba el parte de la victoria, la primera de una larga serie que lo tendría por protagonista. "Tengo el honor de decir a V.E. que los granaderos de mi mando en su primer ensayo han agregado un nuevo triunfo a las armas de la patria", dictó, orgulloso, al escriba. Luego se quedó en silencio, con el pensamiento reconcentrado en la memoria del correntino que aquel día le salvó la vida y que, poco antes de expirar, declaró que moría contento por haber batido al enemigo.
San Lorenzo no fue una gran batalla, ni tuvo un valor estratégico decisivo en la guerra de la independencia, pero marcó un hito en la historia de la patria y, como afirmó Mitre décadas más tarde, "dio un nuevo general a sus ejércitos y a sus armas un nuevo temple".
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