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Tormentas de ayer y de hoy

El reciente temporal que azotó la ciudad de Córdoba forma parte de un registro histórico de calamidades meteorológicas que, a lo largo de la historia, supieron cobrar numerosas víctimas y ocasionar enormes daños.

Poco después que don Jerónimo Luis de Cabrera escogió el sitio para fundar, comenzaron los episodios ligados a la climatología, en especial a las crecidas de los cursos de agua que surcaban la ciudad en ciernes. Paradójicamente, el más temible de todos era el manso arroyo que corría de sur a norte y vertía sus aguas en el río Suquía. El que hasta hoy se conoce como arroyo La Cañada ya ocasionaba estropicios en aquella lejana primera hora.

Cada vez que caía una lluvia torrencial, lo que hasta horas antes era apenas un hilo cansino de agua se convertía como por arte de magia en un torrente salvaje y arrollador. Que ingresaba, rugiente, en una ciudad cuyos confines no iban más allá de unas pocas cuadras de la Plaza Mayor y, en ausencia de barrancas capaces de contenerlo, se derramaba sobre las calles aledañas, anegando el casco urbano y poniendo en riesgo la vida de los pobladores.

Uno de esos eventos meteorológicos que se hallan documentados en las actas capitulares ocurrió allá por 1622,  repitiéndose al año siguiente con igual ferocidad. Después de las catástrofes causadas por el desborde del arroyo, el Cabildo mandó a construir el primer parapeto de calicanto (canto rodado y cal). Sin embargo, la obra y sus refuerzos posteriores resultaron insuficientes cada vez que una tormenta violenta se abatía sobre la aldea, por lo que en 1671 se levantó un parapeto más sólido que el anterior. Contra ese paredón, además, se fusilaba a los condenados a muerte. Un pequeño segmento de aquel calicanto se conserva en la convergencia de las calles Belgrano y Marcelo T. de Alvear con el bulevar San Juan.

Otro temporal histórico sucedió el 19 de diciembre de 1890, en tiempos del gobernador Eleazar Garzón y del intendente Luis Revol, cuando tras una copiosa lluvia, La Cañada volvió a hacer de las suyas. Esa vez, el número aproximado de muertos orilló los dos centenares y los daños materiales fueron cuantiosos.

Pasados por agua Para entonces, las tormentas estivales y posteriores crecidas de los cursos de agua se habían convertido en una pesadilla para una ciudad que ingresaba a la modernidad. A ese tiempo pertenece la construcción del dique San Roque y la erección del primer paredón, obra monumental que corrió por cuenta de Juan Bialet Massé y Carlos Cassaffousth. La inauguración del dique disparó el mito agitado desde las sombras por quienes se habían quedado con las ganas de entrar en el negocio. “Se viene el dique”, era la voz que hacían correr cada vez que una tormenta brava sacaba de sus lechos a los cordobeses que corrían desesperados a ponerse a cubierto de una muerte segura causada por una tromba de agua que jamás se produjo.

Así y todo, en 1903 una gran crecida se tragó el refinado club de regatas ubicado a la vera del puente Centenario. En 1926, tras un nuevo desborde del río, la calle Ancha (actual General Paz) amaneció cubierta por más de una cuarta de agua, alimentando el temor colectivo. Ese estado de pánico por un posible colapso del dique asoló a la población durante más de cuarenta años, hasta que en 1944 se inauguró el segundo murallón, aguas abajo del primero, y el actual vertedero que regula el caudal del lago. Sin embargo, la bajante de las aguas del embalse cada tanto deja ver los restos del cuestionado paredón que sigue allí, incólume, dando la razón a sus infortunados artífices y desmintiendo a sus detractores.

Poco antes de eso, el 15 de enero de 1939, en tiempos del gobernador Amadeo Sabattini y del intendente Donato Latella Frías, la Cañada volvió a hacer estragos. Esa tarde, a la hora del crepúsculo, tras una jornada bochornosa, igual que hace pocos días, el cielo se puso oscuro para el lado del sur y al rato se largó la tempestad. En pocos minutos llovieron cerca de cien milímetros y el inofensivo arroyo volvió a convertirse en una fiera indomable que arrastró personas, árboles, muebles, carruajes, animales de tiro y todo lo que halló a su paso. El saldo fue de dos muertos y numerosos contusos y heridos. La inundación, además de los ranchos de El Abrojal, borró del mapa los adoquines de madera que tapizaban las calles céntricas, un emblema de la Córdoba de antaño que ya no se volvería a ver.

Más acá en el tiempo A raíz del violento meteoro de 1939 se proyectó la sistematización de la Cañada, obra que quedó concluida en 1944, durante la intervención Guglielmone. Desde entonces, el impetuoso arroyuelo corre encajonado entre murallones de cemento y dejó de ser una amenaza para los vecinos. En poco tiempo, sobre todo después que el ingeniero Nicolea plantara las tipas que bordean su cauce, la Cañada se convirtió en el ícono cordobés más reconocido.

Pocos años más tarde se canalizó el Río Primero, una obra que atenuó los efectos devastadores de las crecidas cada vez que el vertedero era superado por el nivel del embalse y arrasaba con las viviendas levantadas a la vera del cauce junto a sus moradores. Un riesgo que subsiste hasta hoy, aunque acotado por obras y desagües realizados en las últimas décadas.

Las tormentas de verano siguieron, complicando la vida ciudadana en una Córdoba que tiene todavía muchas asignaturas pendientes en materia de infraestructura para quedar a cubierto de fenómenos de la naturaleza que se vienen repitiendo desde hace siglos. Uno de los más recientes fue el tornado que arrasó villa La Tela el 26 de diciembre de 2003, en el sector sudoeste de la ciudad, que ocasionó cuatro muertos y un centenar de heridos.

Más penoso aún es cuando a la furia de los elementos se le suman la imprevisión y la desaprensión como ocurrió en diciembre de 2009, cuando una tormenta de verano volvió a unirse a la fatalidad y se cobró la vida joven de Juan Aciar, de tan sólo trece años, quien murió electrocutado al tocar un cesto de basura electrificado a la vera de una calle convertida en río. Es sólo una –hay muchas más- de las tantas tragedias que ocurren cada vez que la ciudad queda a merced de la ira de la naturaleza y de la falta de previsión. Contra lo primero no es mucho lo que se puede hacer; lo segundo es una responsabilidad de todos.

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