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Un luchador de sotana y chambergo

Al tiempo de su muerte, en 1914, José Gabriel del Rosario Brochero tenía 73 años de vida y 47 de sacerdocio a cuestas. Bien cordobés, nació un 16 de marzo, en los pagos de Santa Rosa de Río Primero, donde, en 1840, se vivía sin apuro.

Con 16 años cumplidos, ingresó al seminario de Nuestra Señora de Loreto, dirigido por prelados de línea dura, como Jerónimo Clara, que más tarde encarnarían la oposición ortodoxa a las reformas liberales. Se ordenó en 1866; tres años después partió a ejercer su ministerio en el valle que quedaba detrás de las Sierras Grandes. Tierra bravía, de paisanos taciturnos y sufridos que desconfiaban de los citadinos del otro lado de la alta montaña. Durante la travesía, cubierta a lomo de mula, saludó amablemente a los serranos que encontró a su paso. El aspecto afable y campechano del viajero podía inducir a engaño: bajo aquella sotana moraban un temple de acero y una vocación a toda prueba. El joven párroco tenía en claro que el éxito de su tarea misional dependería de su adaptación al medio, de la empatía que lograra con aquellos lugareños que, respetuosos, se descubrían ante su presencia. Sabía que lo que importaba no eran las pompas mundanas sino la sencillez del vínculo espiritual con esa gente.

Se instaló en la parroquia de la recién creada Villa del Tránsito, sede del curato de San Alberto. Enseguida puso manos a la obra para dignificar aquella comarca y a sus pobladores sumidos en la pobreza y el atraso; con ese fin, algunos años más tarde, inauguró la Casa de Ejercicios Espirituales, una espaciosa residencia a la vera de la iglesia.

Incansable, montando su mula malacara, de chambergo de ala ancha y sotana de doble fila de botones que le llegaba a los pies; con el infaltable bastón en sus manos y, en invierno, protegido con su poncho, el cura gaucho visitaba parajes y ranchos de su vasta parroquia aliviando a los enfermos, confortando a los sanos y amparando a todos por igual. Evangelio puro.

Ayudó a levantar capillas y escuelas, viviendas, molinos harineros, acequias y caminos, haciendo muchas veces él mismo de albañil. Convencido de que sólo el progreso mejoraría la vida de sus feligreses, no dudó en mezclarse en cuestiones terrenales y bregó para que el ferrocarril, el correo y otros adelantos de la época llegaran al postergado valle de Traslasierra.

Lejos de mostrarse reticente con la política, con frecuencia interpelaba al poder terrenal, escribiendo cartas a los gobernantes, pidiendo audiencias y reclamando soluciones en voz alta. La vieja amistad labrada en tiempos de estudiante le franqueó las puertas del despacho del gobernador Miguel Juárez Celman (1883-1886), ante quien intercedió para que se abriese el ansiado camino de las Altas Cumbres y terminar de una vez con el asilamiento de la región.

Sus últimos años años transcurrieron en medio de incesante trajín y promesas incumplidas, hasta que su propia salud se quebrantó. En 1908 renunció al curato y regresó a su Santa Rosa natal; hasta 1912, en que decidió confinarse en la Casa de Ejercicios: enfermo de lepra, había quedado sordo y ciego.

Falleció el 26 de enero de 1914. Desde entonces sus restos reposan en la parroquia Nuestra Señora del Tránsito, en .la villa del mismo nombre que, un par de años después, el gobernador Ramón J. Cárcano cambió por el de Villa Cura Brochero.


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