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A 99 años del genocidio armenio

Comenzó hace 99 años. ¿Qué nombre ponerle a la desaparición simultánea y violenta de más de un millón y medio de personas? ¿Cómo llamar al intento de borrar del mapa a una Nación entera?

Debió haber sido tan horrible y brutal lo que sucedió hace casi un siglo, allá, en la lejana Armenia, que no había una palabra apropiada para describirlo.

En realidad, palabras había: matanza, masacre, exterminio, aniquilación, carnicería; pero ninguna que reflejara el significado superior de la crueldad del hombre, que por entonces tuvo como víctima a todo un pueblo con tres mil años de historia a cuestas.

Esa palabra, cual piedra de toque, apareció recién tres décadas más tarde. La concibió Rafael Lemkin, un eminente intelectual polaco de origen judío, a quien conmovió algo que leyó en la prensa cuando apenas tenía 21 años de edad. Corría el año 1921 cuando Lemkin leyó que, en Alemania, un armenio llamado Soghomón Tehlirian dio muerte al turco Talat Pashá. Y que el autor del hecho era un sobreviviente de la matanza de compatriotas y el otro un alto dignatario, uno de los tres que la ordenó.

Más interés despertó el caso en él cuando supo que no había ley posible para que, en lugar de hacer justicia por mano propia, el exministro del Interior de Turquía fuera juzgado por sus acciones. Tampoco le pareció justo que el ciudadano armenio debiera responder por su crimen mientras que los causantes de la muerte de cientos de miles de los suyos gozaran de completa impunidad.

Probablemente ese impulso de indignación lo llevó a consagrar varios años de su vida a estudiar el tema armenio con un propósito definido: combatir la impunidad y bregar para que los culpables de crímenes de lesa humanidad tuviesen su condigno castigo. 

Para empezar, necesitaba una palabra nueva, ya que ninguna de las conocidas era suficiente para tipificar el espanto, para nombrar el horror. Unió entonces raíces griegas y latinas y acuñó la palabra tremenda, bestial, que de solo pronunciarla hiela la sangre, eriza la piel, lastima el espíritu: genocidio. 

Traducida a todos los idiomas, el diccionario de la Real Academia Española la recogió en su seno, definiéndola como “Exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de etnia, de religión, de política o de nacionalidad”.

Más importante aún es que la nueva palabra y su acepción fueron adoptadas por la Asamblea General de las Naciones Unidas, en 1948, para de allí en más designar asesinatos en masa, crímenes y ultrajes cometidos contra comunidades enteras motivadas por el odio.

Todo está guardado en la memoria El gobierno de los llamados Jóvenes Turcos, perpetró la exterminación del pueblo armenio en nombre del llamado Panturquismo, un ensayo racista que en apenas ocho años, los que van desde 1915 a 1923, costó la vida de cientos de miles de inocentes, la mayoría de ellos muertos de hambre o de sed, víctimas de castigos corporales y enfermedades contraídas en aquellas atroces caravanas de la muerte, en medio de una deportación bárbara y compulsiva que respondía a un plan sistemático de eliminación de una nacionalidad y aniquilamiento de sus integrantes.

Además, obligó a otro medio millón de personas a huir apenas con lo puesto para salvar el pellejo, dejando atrás sus pertenencias, su tierra y sus más caros afectos. No hubo guerra declarada entonces, ni siquiera resistencia: la violencia fue en una sola dirección.

Sin embargo, los genocidas fracasaron. El pueblo armenio no sucumbió como hubieran deseado sus victimarios. Se quedaron con la mayor parte del territorio que perteneció a Armenia durante milenios, incluida la Anatolia y la Cilicia, sí; pero Armenia renació de sus cenizas y allí está, donde estuvo siempre, un poco más allá de donde termina Europa y comienza el Asia, entre el Mar Negro y el Caspio. Allí están sus tres millones y medio de habitantes dispuestos a superar ese terrible pasado y enfrentar los desafío del presente con hidalguía.

Y otros tantos dispuestos a mantener viva la identidad en las comunidades armenias desparramadas por el mundo luego de la tragedia; como la nuestra, la de la República Argentina, que en aquella hora infausta esperaba a los inmigrantes armenios con los brazos abiertos para que aquí restañaran las heridas, levantaran sus hogares y reconstruyeran sus vidas.

La misma que en nuestra Córdoba tuvo en barrio Pueyrredón, cuando todavía se llamaba Barrio Inglés, su patria chica. Allí levantaron, en la vieja calle Ibarbalz la primera iglesia Armenia de Sudamérica, la de San Jorge; una escuela primaria, y, más tarde, el Instituto Educativo Manuel Belgrano, entre otras instituciones comunitarias. Allí reposa el héroe nacional Aram Yerganian, fallecido en Córdoba en 1934.

Sigue el alerta Hace casi un siglo de aquello, y cuesta entender que un pueblo que sufrió las peores crueldades deba seguir luchando para que se reconozca lo que pasó entonces, para que se de por cierto lo sucedido.

No parece justo que razones de Estado; cuestiones diplomáticas de segundo orden; complicidades y connivencias subalternas o intereses supuestamente superiores, velen la verdad histórica.

Sin embargo, aunque parezca mentira, es lo que le pasa al pueblo armenio, que no solo sufrió el primer genocidio del siglo XX, sino que, además, debió soportar que cayera sobre la tragedia un manto de impunidad y, de parte de sus autores, la obscena pretensión de que fuera olvidada, o, peor todavía, de que nunca existió.

Suena inverosímil, pero fue así. ¿Por qué? ¿Por qué durante años la humanidad dio la espalda a una Nación entera? Inexplicable ese doble castigo: el de ser víctima y el de tener que luchar para ser reconocida como tal, como si fuese un galardón. 

Por fortuna, de a poco, la memoria hace su trabajo y la verdad se abre paso. No es un camino corto ni apacible el que recorre el pueblo armenio de cara al primer Centenario del Genocidio, pero lo bueno es que lo recorre estoicamente, dignamente, y recoge frutos al paso. Como en nuestro país, con la sanción de la Ley 26199 del año 2007, que declaró el 24 abril de cada año “Día de acción por la tolerancia y el respeto entre los pueblos”.

En la misma línea, un fallo de la Justicia argentina confirmó el delito de genocidio cometido por el Estado turco en perjuicio del pueblo armenio. Una gota más, que junto con muchas otras que seguramente vendrán, llenará el vaso de la verdad, de la justicia, de la vindicación de los mártires.

Sin embargo, la amenaza sigue latente, patentizada en los recientes ataques solapados a la comunidad armenia de Kasab, en la Siria devastada por la violencia.

Todos hemos tenido un compañero en la escuela, en la facultad, en el trabajo; un vecino, un amigo, un colega, de origen armenio, con un apellido terminado en ian. Sin embargo, no todos están al tanto de lo que debieron pasar los ancestros de esa persona cuando una voluntad irracional decidió exterminarlos o arrojarlos de su tierra.

La verdad brillará como cada mañana brilla el sol tras el legendario monte Ararat cuando la Humanidad entera lo reconozca.

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