
Un 1º de julio, con 78 años de diferencia, murieron Leandro N. Alem y Juan Domingo Perón, fundadores de dos grandes partidos políticos argentinos: la Unión Cívica Radical y el Justicialismo.
La mano del destino quiso que partieran un mismo día. Tenían diferente perfil: Alem, idealista e intransigente; Perón, afable y pragmático. Uno, hombre de derecho, un civil que llegó a tomar las armas para imponer sus convicciones; el otro, militar de profesión, pero sobre todo jugador avezado en el ruedo político.
Ambos, desde sus propias realidades y perspectivas y con más de medio siglo de diferencia, supieron vislumbrar e interpretar el signo de los tiempos que les tocó vivir, advirtiendo los profundos cambios sociales en ciernes. Aunque en épocas diferentes, salvando las distancias, los dos debieron enfrentar al orden conservador que excluía a las mayorías y concentraba la riqueza en pocas manos: Alem luchando a favor de los derechos ciudadanos, a fines del siglo 19; y Perón postulando la justicia social a mediados del siglo 20; utopías en sus respectivos momentos.
Los dos incursionaron en política durante casi 30 años. Alem fue protagonista de la política argentina entre 1869 y 1896 y Perón ocupó la centralidad, desde el poder o en el llano, entre 1945 y 1974. Tuvieron suerte diversa: uno impugnó el régimen para democratizarlo, sin lograr el objetivo; en tanto que el otro se calzó la banda presidencial en tres oportunidades, con distinto suceso. A Alem, la frustración y la impotencia lo llevaron al suicidio que clausuró su carrera política. Perón llegó más lejos, pero lo que alcanzo a ver en su hora final no era lo que esperaba para su país, sumido en la violencia. Ninguno mencionó un heredero con nombre y apellido y, curiosamente, a los dos los sucedió un familiar: sobrino —Hipólito Yrigoyen— y esposa —María Estela Martínez—, respectivamente.
Como fuere, los nombres de ambos quedaron grabados en la historia argentina como pertenecientes a una estirpe de políticos y hombres públicos cuyo legado trascendió generaciones.
1896. Hacía tiempo que a Leandro N. Alem se lo veía ensimismado, sin el empuje de otrora. Aquella noche invernal ordenó a su cochero que lo trasladara al Club del Progreso de la ciudad de Buenos Aires, donde lo esperaban sus amigos. Durante el trayecto, se descerrajó un balazo en la sien.
Tenía 54 años de edad. Fue sepultado al día siguiente en el cementerio de la Recoleta, acompañado por una multitud. “Para vivir estéril, inútil y deprimido, es preferible morir. ¡Sí! Que se rompa pero que no se doble (…) ¡Adelante los que quedan!”, escribió en su carta postrera.
La imagen que quedaría de él es la que pintó Octavio Amadeo en Vidas Argentinas: “Vestía de saco negro y largo como levita, la chistera sesgada y gustaba cardar la barba con sus dedos, como el Moisés de Miguel Ángel”.
1974. El 6 de junio de aquel año, Juan Domingo Perón llegó al Paraguay en visita oficial. Volvió enfermo a Buenos Aires. Seis días más tarde, desde los balcones de la casa rosada se dirigió por última vez a una plaza colmada. “Llevo en mis oídos la más maravillosa música que para mí es la palabra del pueblo argentino”. Todos intuyeron que era la despedida.
Los médicos le prescribieron reposo absoluto. Visiblemente desmejorado, se recluyó en la residencia de Olivos. Pese a que algunos trataron de ocultar la gravedad del cuadro, los doctores Cossio y Taiana sabían que Perón estaba muriéndose.
Murió el martes 1 de julio a los 79 años de edad. La manifestación popular que acompañó las exequias fue inmensa. La presidencia quedó en manos de María Isabel Martínez, su tercera esposa. Sus restos descansan en la quinta de San Vicente, en la provincia de Buenos Aires.
Historia Argentina | Esteban Dómina | Escritor e historiador