Fines de 1833. Facundo Quiroga residía junto a su familia en Buenos Aires. Atrás habían quedado las correrías que lo llenaron de fama: la oposición cerril a Rivadavia, las dos derrotas a manos del “Manco” Paz y la última campaña que había culminado en 1831 con la victoria de la Ciudadela, en Tucumán.
El indómito guerrero había cambiado sus hábitos llaneros por los de un citadino; disfrutaba de la vida en la metrópoli y, más aún de la consideración con que lo trataba la sociedad porteña. Facundo parecía otra persona; a sus propios soldados les hubiera costado reconocerlo: atildado, con patillas y melena pulcramente recortadas y luciendo trajes a medida. Sólo el reumatismo exacerbado por el clima húmedo de Buenos Aires lo tenía a mal traer.
Su transformación no había sido meramente estética; también su visión política había variado en los últimos tiempos; la intransigencia de antaño había mutado en una madurez reflexiva y tolerante. Tanto que cuando el gobierno conminó al recién llegado Bernardino Rivadavia a abandonar nuevamente el país, Facundo ofreció su fianza personal y pecuniaria para que su otrora acérrimo enemigo pudiera permanecer en Buenos Aires.
Él, que había sido el principal ariete en contra de la constitución rivadaviana de 1826, ahora pensaba que, con el partido unitario derrotado y sin amenazas a la vista, había llegado la hora de organizar el país y darle una constitución federal. Y Facundo estaba dispuesto a trabajar con ese fin; ya no tenía un ejército poderoso a su mando, pero sí un gran prestigio, especialmente en el interior, donde muchos jefes provinciales confiaban en él. Aunque se mantenía fiel a Rosas y acataba el liderazgo del jefe indiscutido de la Federación, poco a poco, casi imperceptiblemente, comenzaron a aflorar sutiles diferencias entre ambos; Rosas creía que el país aún no estaba maduro para una Constitución; Facundo, en cambio, pensaba que sí.
Así las cosas, a fines de 1834 estalló un conflicto entre los gobiernos de Tucumán y Salta. Rosas le pidió a Quiroga que hiciera de mediador para evitar una guerra entre ambas provincias. Facundo aceptó la encomienda y, en enero de 1835, emprendió viaje hacia el norte. Antes de partir, en la hacienda de Figueroa, Rosas le entregó una carta en la que planteaba, entre otras cosas, que antes de pensar en una constitución era necesario afianzar la Federación y limpiar el país de unitarios.
Quiroga prosiguió su viaje con aquella carta guardada en un bolsillo de su chaqueta. La misión lo obligaría a atravesar Córdoba, la provincia de los hermanos Reynafé, con quienes Facundo mantenía viejas cuitas sin saldar. Para no alborotar el avispero, pasó por Córdoba sin tomar contacto con nadie del gobierno.
El calor sofocante y el reuma hacían doblemente penoso aquel viaje. Una vez cumplida la encomienda, Quiroga emprendió raudamente el regreso. Confiado, desdeñó los consejos y se internó temerariamente en Córdoba, la tierra de sus enemigos, sin escolta. Lo acompañaban su secretario privado, unos pocos peones, un par de correos y un postillón. La galera devoraba leguas a paso ligero. El incandescente sol de febrero quemaba la tierra; el polvo del camino, levantado por las cabalgaduras, resecaba las gargantas y nublaba la visión.
El 16 de febrero está en Barranca Yaco, un paraje inhóspito del norte cordobés. Facundo no presentía la tragedia; ni siquiera tenía a mano a su legendario caballo Moro, el que, según dicen, advertía a su amo cuando algún peligro lo acechaba.
En un recodo del camino, unos jinetes ocultos en la espesura del monte aguardan el paso del carruaje. Santos Pérez, el hombre que comanda la partida, les recuerda las órdenes a los demás: nadie debía escapar con vida. Todo estaba listo para la emboscada; poco antes del mediodía un galope de caballos disturba el sopor de la hora; es la galera del general Quiroga que se aproxima, levantando polvo a su paso. Santos Pérez da la voz, mientras saca a relucir su trabuco. Los jinetes salen de su escondite y se abalanzan sobre el carruaje, deteniendo su marcha. Quiroga asoma la cabeza y pregunta, indignado, quién mandaba aquella partida. Está dispuesto a impedir que nada ni nadie retrase su regreso a la capital, donde lo espera su familia. Por toda respuesta recibe un balazo en el ojo izquierdo y fallece en el acto. Para asegurarse, los asesinos le abren la garganta. El matador se trepa de un salto al habitáculo del vehículo y atraviesa con su espada al azorado secretario del caudillo, mientras sus secuaces dan cuenta del resto. Hasta el postillón, un niño de apenas doce años, es pasado a degüello.
Sin embargo, alguien logra escabullirse, ocultándose en el monte. Tiempo después contará lo sucedido.
Concluida la faena los asesinos arrastran el coche con las víctimas en su interior y lo ocultan de la vista. Luego de tapar con tierra la sangre derramada por doquier se alejan a galope tendido llevándose consigo todos los efectos de valor, el metálico y hasta las vestimentas de los muertos. Poco más tarde se desata una tormenta de verano que terminará de borrar las huellas del horrendo crimen.
Al día siguiente el cadáver de Quiroga es trasladado a la posta de Sinsacate, a pocos kilómetros del lugar donde ocurrió la tragedia. Luego de lavarlo cuidadosamente con vinagre, un médico escocés de apellido Gordon le practicó la autopsia. Luego, tendido en una mesa y con dos cirios por todo ornamente, el cuerpo exánime de Facundo fue velado durante algunas horas en la pequeña capilla. Una vez que el forense extendió el certificado de defunción, lo colocaron en un cajón de madera enviado por el gobierno, lo recubrieron con cal en polvo y esa misma noche lo despacharon a Córdoba en la misma galera donde halló la muerte.
El 18 de febrero por la madrugada los restos de Facundo ingresaron a la Catedral de la ciudad de Córdoba, donde se había preparado un funeral con la pompa reservada a las personas notables. Los vecinos que desfilaban frente al féretro se retiraban murmurando en voz apenas audible; por esas horas, todas las sospechas convergían en el clan gobernante, el que conformaban José Vicente Reynafé, el gobernador propietario, y sus hermanos José Antonio, Guillermo y Francisco. Precisamente sobre ellos, Rosas –que comenzó su segundo mandato en abril de ese mismo año- descargará todo el peso de su aparente ira, mandándolos a prender y condenándolos a muerte. Se decía, además, que Estanislao López, el gobernador de Santa Fe, no era ajeno a la muerte de Facundo.
Adiós compañero. El Cielo tenga piedad de nosotros, y de a usted salud, acierto y felicidad en el desempeño de su comisión; y a los dos, y demás amigos, iguales goces, para defendernos, precavernos y salvar a nuestros compatriotas de tantos peligros como nos amenazan, terminaba la carta escrita en la hacienda de Figueroa que Quiroga llevaba consigo cuando lo mataron. Por lo visto, los conjuros de Rosas no surtieron efecto esta vez. . .
Mientras en Buenos Aires se sustanciaba el juicio contra los autores del crimen, los restos de Quiroga permanecieron sepultados durante casi un año en Córdoba, pero doña Dolores Fernández no quería que los restos de su marido muerto siguieran en la tierra de sus verdugos y le pidió a Rosas que los trasladase a Buenos Aires. El Restaurador de las Leyes accedió al pedido de la viuda y dispuso no solo el traslado de Quiroga, sino unos funerales cuya pompa será sólo superada, tres años más tarde, por los de Encarnación Escurra.
Los restos de Facundo arribaron el 7 de febrero de 1836 en una carroza rojo punzó escoltada por una doble hilera de soldados federales y seguido por el Gobernador, la viuda y los hijos de Quiroga y un enjambre de militares, sacerdotes, magistrados y altos dignatarios; más atrás venía el pueblo. Completaban la escena bandas de música, redoble de campanas y abundante incienso y crespones negros por todos lados. El ataúd de bronce quedó depositado momentáneamente en la iglesia de San Francisco, en Flores; ese mismo año de 1836, fue trasladado a una bóveda ubicada a pocos metros de la entrada del cementerio de La Recoleta, ornado con una hermosa estatua de la Virgen Dolorosa esculpida en mármol de Carrara.
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