Lo primero es quitarnos de la cabeza el complejo, ése que nos hace ver al Brasil más grande y virtuoso de lo que realmente es. Si la realidad fuera tan formidable como la pintan algunos, Dilma Rousseff hubiera ganado en primera vuelta, y no fue así: sus propios compatriotas la obligaron a reflexionar durante un mes, antes de seguramente ser ungida presidenta.
Es cierto que Brasil es tres veces más grande que nuestra Argentina, tiene cinco veces más población y otro tanto ocurre con el tamaño de su economía. Pero es igualmente cierto que, pese a los logros obtenidos en los últimos años, exhibe problemas y contrastes acordes a su magnitud. Dicho esto sólo para poner las cosas en contexto.
Lo segundo es tomar debida nota de que Brasil, dada su escala, es un jugador global antes que regional. Su enorme potencialidad lo coloca junto a Rusia, China e India, en el BRIC, el prometedor lote de naciones emergentes en los últimos tiempos.
Lo tercero es asumir que muchas de las ventajas que nos sacó Brasil se vinculan más a nuestra propia desaprensión que a la mala suerte. Algunos ejemplos: envidiamos el BNDES, el poderoso banco de desarrollo que apalanca el aparato productivo y la internacionalización de empresas brasileras. Muy bien, nosotros lo tuvimos en la misma época, en la década de 1950, pero lo perdimos en el camino; ellos no. Otra: hoy le compramos aviones a Embraer para la flota de Aerolíneas Argentinas, cuando supimos tener la industria aeronáutica más avanzada de Sudamérica. Una más: hace algunas décadas teníamos el mismo plantel ganadero y les vendíamos carne; hoy tienen cuatro veces más vacas y son el principal exportador de carne del mundo. Y si no bastara, fijémonos qué pasaba con nuestra YPF mientras Petrobras se convertía en un gigante petrolero.
Desencuentros y encuentros
La relación entre Argentina y Brasil nunca fue un lecho de rosas, sino más bien un espacio de celos y rivalidades que vienen desde los tiempos de la conquista, cuando los portugueses pisaron primero aquellas costas y los españoles las nuestras. La tensión entre ambas naciones subsistió en los siglos siguientes, al punto que, allá por 1826, hubo una guerra por la posesión de la Banda Oriental. Y aunque por fortuna no se volvió a caer en lo mismo, la relación fue de recelo mutuo hasta bien entrado el siglo pasado, sobre todo cuando ambos países soportaron dictaduras y una geopolítica pasada de moda aconsejaba mostrarse los dientes.
Las cosas cambiaron y mucho cuando los presidentes Raúl Alfonsín y José Sarney firmaron el Tratado de Asunción y dieron a luz el MERCOSUR. Entonces, gradualmente, la tensión dio lugar a la complementación y la relación pareció encaminarse en la dirección correcta.
Sin embargo, la alianza regional se quedó a mitad camino, arrojando resultados desparejos, muy positivos para algunos rubros y no tanto para otros. Tampoco se logró el objetivo de encarar en conjunto los mercados internacionales, la gran asignatura pendiente.
Es que, hoy por hoy, Brasil mira hacia el mundo antes que a la región –en el debate electoral hubo escasas referencias al MERCOSUR y menos aún a la Argentina-, pero en lugar de lamentarlo, debemos ver el suceso brasilero como un espacio de oportunidades y un conducto para incidir también nosotros en el escenario global.
Una nueva relación
La pregunta del millón es si, dadas las asimetrías actuales y la brecha macroeconómica, podemos ser socios en igualdad de condiciones o si, inevitablemente, estamos condenados a la “brasildependencia”. Un riesgo bien palpable, teniendo en cuenta que Brasil es el principal destino de las exportaciones argentinas y de Córdoba en particular.
Y eso sin mencionar que muchas de nuestras compañías pasaron a manos brasileras, algunas en sectores estratégicos. La buena noticia es que la enorme demanda interna del Brasil puso a buen cubierto industrias importantes, como la automotriz, que de no ser así no podría alcanzar este año niveles récord de producción.
Para revertir las tendencias actuales, debemos actuar en consecuencia, buscando la mayor complementación posible entre ambas economías, y en lugar de mortificarnos con las oportunidades perdidas o rezar para que el gigante vecino no devalúe su moneda –una espada de Damocles que siempre pende sobre nosotros-, imaginar nuevas áreas de negocios compartidos que permitan aprovechar un mercado cercano de esas dimensiones y, de paso, achicar la brecha existente. Cualquier cosa menos competir inútilmente o adoptar decisiones unilaterales que luego dan lugar a represalias o interminables rondas de negociaciones.
En síntesis, sin dramatismo ni deslumbramiento –los dos extremos-, debemos tomar positivamente el buen momento por el que atraviesa la economía de Brasil y su peso creciente en el concierto internacional. Fortalecer la relación desechando la fantasía de que sólo con venderles lo que hoy nos compran tenemos nuestro destino económico asegurado.
En otras palabras: recorrer un camino propio de desarrollo, basado en las potencialidades y virtudes específicas, y en ese marco aprovechar al máximo la vecindad con Brasil, dejando a salvo nuestra independencia, identidad y prestigio.
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