Había concluido la Segunda Guerra Mundial, ganada por los EE.UU. y Rusia, que se repartieron el mundo en Yalta.
El Tercer Mundo era una mancha difusa y policromática de naciones que se resistían a pertenecer mansamente a uno u otro reino de ese rígido espacio bipolar, cada una con su propio líder que encarnaba la utopía tercermundista. En América Latina estaban de moda las dictaduras –Pérez Giménez, Trujillo, Stroessner- y la más bananera de todas: la de Fulgencio Batista, en Cuba, que era por entonces una escala del divertimento yanqui, casinos y burdeles incluidos.
La oposición había debutado con el asalto frustrado al cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953, y sus inspiradores terminaron presos, entre ellos un joven abogado de familia acomodada, llamado Fidel Castro. Liberado, recaló en México, donde comenzó a urdir la revolución. Volvió a su tierra junto a un puñado de soñadores –su hermano Raúl, el Che Guevara, Camilo Cienfuegos, entre otros- a bordo del legendario Granma, tan épico como la odisea de Ulises de regreso a su Ítaca, contada por Homero.
Tras un desembarco dramático los expedicionarios se internaron en la Sierra Maestra. Dos años después tomaban el poder, poniendo en fuga a Batista. A partir de ese instante -1º de enero de 1959- la isla caribeña se incorporó al complejísimo tablero internacional de posguerra, al punto que bien pudo haberse desatado allí una tercera guerra cuando Rusia plantó una base de misiles en las narices de los EE. UU.
La primera reacción de los EE.UU. –pretores del mundo occidental- fue de moderada tranquilidad, hasta que comprobaron que los “barbudos” castristas venían por todo, nacionalizando y expropiando los enclaves norteamericanos en la isla. Entonces aplicaron el bloqueo y el embargo, un cerco comercial para asfixiar un país que producía apenas caña de azúcar y poco más. Por debajo, la CIA no se privaba de nada, pergeñando atentados contra Castro e incursiones fallidas como la de Bahía de Cochinos.
La reacción empujó a Cuba a los herméticos brazos de la Unión Soviética, un claro ejercicio de realpolitik de la dirección política de la revolución –Fidel, claramente Fidel- que hizo ruido hacia adentro y afuera. Así las cosas, Cuba se convirtió en la Meca de los revolucionarios del mundo, especialmente de América Latina, que llegaban en busca de ideología y entrenamiento militar para replicar en sus respectivos países, entre ellos nuestra Argentina.
Fue durante la década de los ’60 cuando la estrella de la Cuba revolucionaria brilló más alto, con el rostro de Fidel y su infaltable habano, opacada un tanto por el glamour de la imagen transgresora del Che argentino.
Las cosas se complicaron tras la caída del muro de Berlín y el consiguiente colapso del mundo soviético. Muchos creyeron ver entonces el fin de la azarosa revolución caribeña que venía superando a duras penas las dificultades propias de un prolongado tiempo de escasez. Para entonces la grita internacional por el recorte de libertades y el autoritarismo del régimen iba en aumento, amplificada por la Cuba paralela instalada en Florida. El lado oscuro de la Luna cubana.
Sin embargo, Cuba siguió allí, distendiendo la relación con los EE.UU. durante la presidencia Obama. A sus detractores, sólo les cabía esperar la muerte de Fidel, para festejar.
Esta sucinta e incompleta reseña trata de sugerir una conclusión: este anciano de 90 años que abandonó este mundo, fue durante 60 años, con aciertos y errores, protagonista de su tiempo, codeándose con los líderes más emblemáticos del orbe, que los hubo a montones. Logró defender –a su manera- la soberanía de su tierra en el contexto cambiante de un mundo que no daba tregua, que mutó y cabrioló a más no poder.
No es necesario estar de acuerdo con Fidel para aceptar su dimensión histórica. No hace falta recurrir a costados personales o exabruptos que sin duda pueden rozarlo. A la hora de hacer historia, se confirma aquello de que “la única verdad es la realidad”. Y Castro tendrá sin dudas un lugar en la historia de la Humanidad.
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