Para muchos que no votaron –votamos- a ninguno de los dos en primera vuelta, hay preguntas más fáciles de responder: ¿azúcar o sacarina?, ¿ventana o pasillo? Sobre todo para los peronistas, que llevan –llevamos- en el ADN los cánones cuasi religiosos que permitieron la subsistencia del peronismo a lo largo del tiempo, los que lo pusieron a cubierto de cuanto intento de supresión, absorción o lo que fuere hubo en distintas épocas. Y hubo muchos.
Una pena que no se produjera la definición en primera vuelta, porque en ese caso ya estaría todo dicho. Sin embargo, hay que volver a votar el 22: entrar al cuarto oscuro y enfrentar las dos boletas. Y, lo más difícil, decidir cuál tomar; o ninguna.
El dilema de la duda suele representarse, teatralmente hablando, con un señor llamado Hamlet, tocado con ropa medieval, que sostiene una calavera en sus manos a la que perfora con la mirada, preguntándose obsesivamente: ¿ser o no ser? Salvando las distancias, el dilema de muchos peronistas es preguntarse lo mismo, sosteniendo….un globo amarillo.
Aclaración necesaria: entiendo perfectamente a quienes desde el peronismo, sobre todo en Córdoba, toman actitudes PRO –literalmente hablando- , ya sea porque les viene mejor un triunfo de Cambiemos a nivel nacional por lo que fuere, o porque tienen en claro que en Córdoba todo lo que huele a kirchnerismo “no garpa”, como se dice vulgarmente, y nadie quiere inmolarse. Incluso, porque crean que, dadas las circunstancias, es lo mejor para el país.
La cuestión, parafraseando a William Shakespeare, es, entonces, para los peronistas, claro, dilucidar dónde está el peronismo; en cuál de las dos boletas. O en ninguna. Algunos se esfuerzan en afirmar que en ninguna de las dos boletas, por cuanto ninguna dice Partido Justicialista o lleva las fotos de Perón y Evita, aun cuando el “peronómetro” aún no ha sido patentado. Un argumento discutible, por cierto, tomando en cuenta el devenir histórico de los últimos 70 años: el peronismo adoptó en distintas oportunidades –ya sea para resistir, sobrevivir o para alcanzar el poder- diversos formatos y estéticas: el propio Perón mandó a votar un par de veces en blanco y por Frondizi en 1959. Hasta hubo alguna vez un señor llamado Augusto Timoteo Vandor que sostenía que para salvar a Perón había que estar en contra de Perón.
Desde ese punto de vista, el llamado kirchnerismo no es muy diferente al menemismo de los años noventa, del que nadie se hace cargo cuando, casi todos, fueron oficialistas.
Yendo al hueso: ¿Scioli es o no peronista? Macri, obviamente, no lo es. A priori, Scioli es el único candidato peronista de los dos que quedaron en carrera, más allá de que la papeleta no lo diga textualmente. Más rotundo todavía: ¿cuántos peronistas lloraron –lloramos- porque quedaron en el camino personajes como Sabbatella, Aníbal Fernández, Milagro Sala, Hugo Curto y otros? No muchos, creo. Tampoco tenemos mucho que ver con Carrió, Morales o Melconián, a qué negarlo.
Sin embargo, tampoco la disyuntiva es el tajante “Braden o Perón” de 1946 ni el glamoroso “Liberación o Dependencia” de 1973. No. Las opciones no son tan claras, al menos no tan obvias. En todo caso, para buena parte del peronismo, la duda es hasta dónde Scioli puede convocar y liderar una renovación de cuño peronista, democrático, republicano y federal; o, dicho con otras palabras, hasta dónde será capaz de aguantar el embate del cristinismo duro, decidió a volver en el 2019.
Segunda aclaración necesaria: “Cambiemos” es una opción democrática, con la que puede coincidirse o no, pero reconociendo que hizo todos los deberes que mandan la Constitución y las leyes, a diferencia del gorilaje del pasado que corría a golpear las puertas de las cuarteles. Mauricio Macri hizo el cursus honorum que lo habilita a ocupar legítimamente, si la gente así lo decide, el sillón de Rivadavia. Incluso, es, probablemente, una alternativa más tentadora para la clase media, para los jóvenes y, en general, para quienes sienten hartazgo por cierta liturgia empalagosa que marca el estilo del actual gobierno.
“Para un peronista no hay nada mejor que otro peronista”, rezan, tallado en piedra, las 20 verdades justicialistas. Sin embargo, su propio autor, varias décadas después introdujo una enmienda y desde entonces quedó: “Para un argentino no hay nada mejor que otro argentino”. No aclare, que oscurece, podría quejarse un buen peronista que presiente que plantear las cosas de esa manera no ayuda demasiado a desenredar el intríngulis del presente, sino a complicarlo.
Sin embargo, la cosa no es tan compleja como parece y, mucho menos, dramática. Por la sencilla razón de que estamos en democracia, y los probables errores, aún los que cometen los ciudadanos de buena fe, pueden corregirse sin que cuesten vidas ni corra sangre como en el pasado. A cualquiera -repito y enfatizo: a cualquiera- de los dos que le toque gobernar, puede ser premiado, en su caso, con un segundo mandato o, según las circunstancias, removido por el voto cuando llegue la hora. Ese es el gran, gran valor intrínseco de la democracia.
No es fácil, pero creo que la misión histórica del peronismo en esta hora debiera ser aceptar el desafío, incómodo tal vez para muchos, de ayudar u obligar a Scioli, en su caso, a volver a las fuentes, a apartarse de lo que no gusta; o, en caso contrario, desde el llano, ayudar u obligar al peronismo a renovarse, a reinventarse una vez más como lo hizo tantas veces a lo largo de su historia, esperando su turno, para cuando la sociedad así lo disponga.
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