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Mi noche triste

No me refiero al entrañable tango de Pascual Contursi. Aquel que arrancaba “Percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida…” No, para nada. Hablo de algo mucho, mucho más dramático: la noche triste de todos los cordobeses que vivimos en la capital de la provincia, la de anoche, que se prolongó hasta pasado el mediodía de hoy miércoles. Triste por un montón de cosas. A escasos siete días de cumplir 30 años de democracia, esto, que nos retrotrae a nuestros peores días, cuando la vida no valía nada. Disparos, saqueos, fuego, violencia. Humillación, en fin. Aquelarre, noche de brujas. Locura desencadenada en las calles de Córdoba convertida en tierra de nadie: motochorros, comerciantes armados, vecinos en guardia, como en las pelis más locas. Redes sociales en llamas. Celulares a full. Angustia colectiva. ¿Por qué nos pasó esto? El Jefe de Gabinete de la Nación jura que su teléfono no sonó. El gobernador de Córdoba replica que se gastó el dedo discando. ¿Quién miente? Diálogo de sordos (con perdón de los queridos sordos). Salvo que la culpa la tenga Movistar, Claro, Personal o lo que fuere que tengan uno y otro. Aunque, después de todo, es lo de menos. Porque, qué importa si sonó o no ese teléfono, si alguien discó o no ese número. Lo que realmente importa es lo que pasó anoche y hoy en Córdoba, nuestra Córdoba. A esta altura, con los daños a la vista, cuando aún no se conoce la lista de víctimas ni de comercios arrasados, la sensación que se percibe en todas partes es de indignación. Hacia nadie y hacia todos a la vez, como suele ocurrir cuando la gente busca responsables que se ocultan en los pliegues del discurso de ocasión, procurando escabullirle al bulto pasando facturas al otro, jugando al Gran Bonete (por favor explicar a los jóvenes cómo se jugaba), como si no tuvieran nada ver con lo que pasó. Bronca, ante tanta desfachatez. El gobierno nacional balconeó el caos cordobés sin inmutarse. El gobernador emprendió el regreso apurado de un viaje a una reunión re-trucha en Colombia. Enseguida, cruce mediático. Dicen que no hay que opinar en caliente. Probablemente el que lanzó ese consejo sea un ser de sangre fría. Incapaz de conmoverse ante la patética indefensión de una sociedad vejada por delincuentes y oportunistas que se la llevaron puesta, literalmente. Imposible no reaccionar. Imposible no indignarse. Responsabilidades hay, a montones. Quizá los policías no debieron colocar a la población en esa cornisa. O, quizá si no lo hacían, seguían condenados a trabajo esclavo de por vida. Quién puede juzgarlo con suficiente autoridad. ¿El gobierno? Ni hablar. Carece de autoridad moral. Es obvio que al gobierno se le escapó la tortuga. Que 14 años no pasaron en vano, que la pólvora está mojada. Por eso se descuidó tanto a la policía, nada menos a quienes tienen que cuidarnos de un flagelo en franco aumento. No la vieron venir, se creyeron su propio marketing, que Córdoba no para. Y, mal que les pese a los entusiastas aplaudidores del Panal, anoche paró. De golpe, paró. Y nos estampamos contra el parabrisas. Pero es anecdótico. Como siempre, hubo ganadores y perdedores. Ganaron los policías y sus estoicas mujeres, que lograron lo que querían, aunque para muchos hayan incurrido en abandono de persona. Como sea, ellos están contentos. Perdió el gobernador, que probablemente dejó en el camino su sueño presidencial (¿importa?). Pero por encima de todo, perdió la gente. Y esto es lo que realmente cuenta. La gente buena. La que anoche quedó a merced de los malos, la gente a la que le arrebataron junto a sus pertenencias, sueños, ilusiones, esfuerzo de años, esperanzas. Y las ganas de vivir en Córdoba. Eso es lo que más nos duele.

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