A comienzos de 1808, todo estaba tranquilo en las riberas del Plata. El nuevo virreinato llevaba apenas 32 años de vida y muy pocos se hubieran atrevido a pronosticar que su fin se hallara tan cercano. Hacía pocos meses que el pueblo de Buenos Aires había rechazado la segunda intentona consecutiva de los ingleses por apoderarse de las apetecibles colonias del Río de la Plata. Luego de eso, las cosas habían vuelto a la normalidad y parecía que el dominio español gozaba nuevamente de buena salud. Pero eran sólo apariencias. Bastó que Napoleón Bonaparte invadiera España y destronara al monarca para que, por añadidura, se acabase la tranquilidad en estas lejanas tierras.
La irrupción de Napoleón redobló la desconfianza que muchos sentían por el virrey Santiago de Liniers, precisamente por su filiación francesa. El primer día de 1809, Martín de Álzaga, otro héroe de la Reconquista, promovió una asonada para desestabilizar a las autoridades; el jefe del Regimiento de Patricios, Cornelio Saavedra, respaldó al virrey y evitó su caída. Sin embargo, Liniers duró poco tiempo en el cargo y fue reemplazado por Baltasar Hidalgo de Cisneros.
Ya en 1810, el 17 de mayo, arribó al puerto de Buenos Aires una nave inglesa trayendo aciagas noticias para el bando español: la Junta había caído y con ella el último reducto leal al rey de España. Un día después, el virrey Cisneros emitió una proclama poniendo estos hechos en conocimiento de la población y reclamando fidelidad al depuesto Fernando VII. Aquella misma noche, el cónclave secreto que habitualmente tenía lugar en lo de Vieytes tuvo un condimento especial. No hicieron falta demasiadas palabras. Bastó un cruce de miradas para que los allí reunidos salieran con la convicción de que la hora había llegado.
De a uno, amparados por las sombras de la noche, abandonaron el lugar Nicolás Rodríguez Peña, Manuel Belgrano, Juan José Paso, Juan José Castelli y Martín Rodríguez, entre otros. Integraban la sociedad secreta que desde hacía tiempo venía acariciando la idea de sacudirse la tutela de la monarquía española. El último en salir fue el dueño de casa, Hipólito Vieytes, quien tras cerrar la puerta, se guardó la pesada llave de la jabonería en uno de los bolsillos de su chaleco y se alejó a paso rápido, mirando hacia ambos costados. Al día siguiente, 19 de mayo, conforme a lo acordado la noche anterior, se formalizó el pedido de Cabildo. Saavedra, el hombre fuerte de la plaza, apoyaba la iniciativa.
Los preparativos
Si bien todo se venía desarrollando como si existiera un plan, en realidad eran los acontecimientos los que iban marcando el rumbo. Como sea, Cisneros no atinó a acceder a lo solicitado hasta que el día 20 recibió a Castelli y a Martín Rodríguez, quienes lo urgieron a que convocase de una vez al Cabildo Abierto, que no lo era tanto, porque sólo podía participar de las deliberaciones “la parte principal y más sana de la población”.
Aquella vez se cursaron 450 invitaciones, pero el martes 22 a la hora señalada sólo se hicieron presente 251 asistentes, bastante menos de lo habitual. Los partidarios del virrey llegaron con la consiga de mantener el statu quo, procurando ganar tiempo a la espera de mejores noticias de la península. El otro bando, en cambio, quería forzar cuanto antes la instalación de un gobierno criollo.
El clima se recalentó cuando el obispo de Buenos Aires, Benito de Lué y Riega, tomó la palabra y proclamó a voz en cuello que mientras quedara un solo español en América, ese español era quien debía ejercer el poder. Castelli, que hasta ese momento había permanecido en silencio, demolió uno a uno los argumentos de Lué, defendiendo con elocuencia y precisión el derecho del pueblo de Buenos Aires a darse sus propias autoridades, basándose en que el rey estaba cautivo e impedido de ejercer el poder. Cuando concluyó el turno de los oradores, se puso a votación si el virrey debía seguir o no en su cargo. El escrutinio de los votos –que se conoció recién al día siguiente- arrojó un claro y contundente resultado: 155 votos por la destitución contra 69 por la continuidad de Cisneros.
El 24 el Cabildo se reunió nuevamente, esta vez para designar una Junta de Gobierno que juró ese mismo día. Todo anduvo bien hasta que la gente se enteró que la presidía el virrey depuesto. Esa noche, en casa de Rodríguez Peña, Castelli cosechó la reprobación de sus compañeros de ruta por haber aceptado integrar aquella junta. Algo parecido le sucedió a Saavedra con sus camaradas de armas. Todo parecía volver a foja cero; esa misma noche se pidió la realización de un nuevo Cabildo, que se llevó a cabo el día siguiente, viernes 25 de mayo.
El gran día
Aquella mañana, la “Legión Infernal” que comandaban French y Beruti hizo lo suyo. Montados en el descontento que había desatado la desafortunada decisión del Cabildo, los fogosos “chisperos” se dedicaron a soliviantar el ánimo popular, convocando a la Plaza Mayor. Hubo mucha gente, claro que bastante menos de los 60 mil habitantes que tenía Buenos Aires por entonces. Para desbrozar el camino, Saavedra y Castelli renunciaron a la vapuleada junta que presidía Cisneros. Los españolistas, en tanto, intentaron sin éxito sostener al virrey de cualquier manera. Dentro del Cabildo, las deliberaciones se desarrollaban a puertas cerradas. Afuera, la “Legión Infernal” motorizaba el histórico grito de “el pueblo quiere saber qué se trata”. Rodeados por ese clima caldeado, los cabildantes aceptaron la renuncia de la Junta en pleno y nominaron una nueva, presidida esta vez por Saavedra e integrada en su mayoría por adeptos a la causa revolucionaria.
Hasta aquí los hechos tal como sucedieron; ahora bien: ¿Fue aquélla una revolución? Y si lo fue, ¿cuál fue su motor: el pueblo o un puñado de iluminados? La respuesta a la primera cuestión es que lo fue, sin ninguna duda. Tal vez la táctica adoptada –aparentar que se mantenía la lealtad hacia la corona española- pudo haber traído algo de confusión, mas aquellos hombres querían hacer las cosas paso a paso.
Por esa razón se apeló al artilugio conocido como “la máscara de Fernando”. Era una forma de ganar tiempo mientras se encaraban algunas acciones claves, como por ejemplo concitar la adhesión del resto del virreinato o formar un ejército capaz de asegurar las fronteras. Más allá de cuestiones anecdóticas, se puede afirmar con absoluta certeza que el 25 de Mayo de 1810 fue intrínsecamente una revolución y que todos sus animadores, aun los más conservadores, sabían perfectamente qué era lo que buscaban.
En cuanto a cuál fue el motor de ese movimiento, tampoco caben dudas: fue un núcleo de patriotas que hacía tiempo esperaban pacientemente la ocasión para desplazar a los españoles. Y la ocasión la sirvió Napoleón en bandeja. Claro que nada fue espontáneo, sino que, para que una revolución sea exitosa, debía contar con el poder militar de su lado. Las armas las tenía el Regimiento de Patricios, que se plegó orgánicamente al movimiento. Había que tener, además, el favor del pueblo, como única garantía para impedir la reacción de las clases altas, decididamente pro españolas. Allí jugaron un papel decisivo French y Beruti, que conocían el mapa orillero como la palma de sus manos.
En suma, como lo fueran la Revolución Francesa o la bolchevique en Rusia, la toma del poder en mayo de 1810 fue una acción conjunta de un núcleo de vanguardia que contó con el apoyo activo del pueblo. No se derramó sangre ese día, pero sí durante los 10 años siguientes. También es bueno destacar que más allá de la comprobada inspiración “iluminista” de los principales actores, el proceso independentista argentino recorrió un proceso propio, de ningún modo lineal y para nada exento de angustias, zozobras y contramarchas. Hubo, más bien, a lo largo de dicho proceso una fusión desordenada de visiones encontradas, temperamentos disímiles y conductas heterogéneas; que fue en definitiva el combustible que alimentó la llama revolucionaria para que, varios años después, fuéramos libres definitivamente. Por esa razón, la Revolución de Mayo no tuvo un único dueño, o, en todo caso, pertenece a aquel puñado de patriotas que la inspiró y al pueblo que la apoyó fervorosamente. A todos ellos vaya, pues, nuestro sentido homenaje.
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