11 de noviembre de 1863. Las primeras luces del alba iluminan el horizonte. Olta es apenas un rancherío perdido en medio de los llanos riojanos. En lo de Felipe Oros la charla trasnochada se ha estirado más de la cuenta. De pronto se oye un tropel de caballos que se aproximan. Los paisanos que pasaron la noche mateando y conversando apaciblemente abandonan precipitadamente el lugar, huyen por los fondos de la vivienda. Todos menos uno: un hombre mayor, de barba y cabellos blancos, se mantiene impasible, pese a que sabe muy bien quiénes son los visitantes y a qué vienen. La partida desmonta e irrumpe en el rancho. La comanda el capitán Vera, quien le exige al gaucho que se rinda. “Estoy rendido”, le contesta el otro, entregándole mansamente su puñal, consciente de que sería inútil tratar de defenderse. El cautivo es conducido a un cuarto contiguo donde se recuesta en un catre mientras doña Victoria, su mujer, le ceba unos mates. Al cabo de unos minutos se oye nuevamente un galopar de caballos. El recién llegado es el superior de Vera, un coronel de apellido Irrazábal. Entró como un torbellino en la habitación donde se hallaba el prisionero, preguntando en alta voz y de mal modo dónde estaba “ese bandido del Chacho”. Irrazábal es uno de los sables más temidos del ejército de Wenceslao Paunero y viene persiguiendo tenazmente a Ángel Vicente Peñaloza desde San Juan. “Yo soy el Chacho y no soy ningún bandido”, responde quedamente, sin petulancia, el aludido, tratando de incorporarse. No alcanzó a completar la frase cuando una lanza se le incrustó en el estómago. El hombre, herido de muerte, cae pesadamente al suelo y los soldados lo rematan a tiros. Lanzando un grito desgarrador, doña Victoria se abalanza sobre el cuerpo inerte de su marido. Después de asegurarse que estuviera bien muerto, uno de la partida le seccionó una oreja para enviársela de recuerdo a Natal Luna, el jefe liberal de La Rioja, en tanto que Irrazábal manda a cortar la cabeza del difunto para que, clavada en una pica, sea exhibida en la plaza del villorrio. La faena ha sido cumplida.
El final de un caudillo
DespuéS de Pavón, uno de los pocos que enarboló nuevamente la bandera federal y resistió el embate porteñista fue Ángel Vicente Peñaloza. El riojano no estaba dispuesto a aceptar impasiblemente que Mitre y sus amigos se adueñaran del país, pisoteando a su gente. Tampoco se resignaba a la idea de que el retiro de Urquiza, su jefe, fuera definitivo y, como tantos otros, confiaba en que tarde o temprano el entrerriano volvería a tomar las armas. Al frente de sus montoneras y empuñando una lanza casera fabricada con una hoja de tijera de esquilar, durante meses el Chacho llevó a cabo una guerra de desgaste contra el ejército nacional. Pese a que Sarmiento y otros “halcones” liberales pedían el exterminio del caudillo, Mitre prefirió negociar con él. El 30 de mayo de 1862 en La Banderita, ambos bandos acordaron el cese de las hostilidades, pero la paz duró poco: un año más tarde, cansado de ver injusticias a su alrededor, el Chacho no pudo con su genio y le descerrajó una carta flamígera al vencedor de Pavón, declarándole nuevamente la guerra. Inmediatamente desempolvó las jinetas de general y, una vez más, convocó al gauchaje a rebelarse contra el centralismo porteño.
En procura de refuerzos, Peñaloza le propuso al gobernador de Córdoba, Justiniano Posse, “aliar fuerzas para evitar una guerra fratricida entre dos provincias hermanas”. La primera escaramuza se produjo en los primeros días de mayo, en Mal Paso, al sur de La Rioja, y terminó en un desastre para Peñaloza. Poco después, una segunda acción tampoco le fue favorable. Esta vez fue el coronel Sandes, quien lo batió en Loma Blanca. Sin embargo, el Chacho logró reponerse de los reveses sufridos y tres semanas más tarde reapareció en Córdoba, luego de que una revuelta encabezada por el sargento Simón Luengo lograra desplazar a Posse y poner momentáneamente al frente del gobierno a José Pío Achával, un federal duro. Entonado por esa noticia y dispuesto a redoblar la apuesta, el 13 de junio de 1863 el Chacho se presentó en la docta, desfilando por las calles céntricas al frente de sus gauchos.
Los hombres de Buenos Aires acusaron el golpe y decidieron poner fin a la rebelión. El 27 de junio, en Las Playas –un campo vecino a la ciudad donde actualmente se encuentra la fábrica de aviones- el general Paunero al frente de cuatro mil veteranos del ejército nacional asestó un duro golpe a los dos mil paisanos mal armados del Chacho. Para escarmentar a los vencidos, después de la contienda, cientos de ellos fueron lanceados y degollados. Pío Achával, el efímero gobernador, huyó hacia Catamarca donde fue apresado. Peñaloza, en tanto, con Arredondo pisándole los talones, se internó en los llanos riojanos que conocía como la palma de su mano. Tras dar un largo rodeo y despistar a sus perseguidores rumbeó para Catamarca, donde, ayudado por la paisanada, logró finalmente escabullirse. Permaneció oculto durante dos meses, mientras Mitre sofocaba la algarada chachista. Sarmiento, por su parte, creyéndolo en Chile, suspiraba aliviado. Grande fue su sorpresa cuando se conoció la noticia de que el indomable caudillo seguía en el país y estaba dispuesto a reanudar las acciones y mayor aún cuando el 30 de octubre le avisaron que Ángel Vicente Peñaloza estaba a las puertas de su ciudad natal.
Vencido por Irrazábal, que llegó a tiempo, el Chacho logró huir junto a su mujer y un puñado de gauchos, galopando día y noche rumbo a La Rioja, donde buscó refugio en la casa de Felipe Oros, en Olta. Lo que pasó después ya fue contado.
“Dicen que al Chacho lo han muerto / Yo no sé si así será / ¡Tengan cuidado magogos / no vaya a resucitar”, recitaba el gauchaje desconsolado en los fogones.
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