Faltaban apenas dos meses para que finalizara el mandato de José Manuel Álvarez, el eminente médico que había asumido la gobernación en 1901. Aquella mañana, su secretario dejó, junto al despacho habitual, unas hojas de papel entintado. Con ansiedad mal disimulada, el gobernador apartó el resto de la papelería y desplegó aquel pliego sobre su amplio escritorio. Mientras se retorcía las puntas del bigote y se alisaba la barba a la moda, se aprestó a leer el primer número de “La Voz del Interior”.
Sentía una gran curiosidad por saber cuán opositor podría ser el diario de Silvestre Remonda y Juan Dionisio Naso. O si cumpliría la solemne promesa inserta en la primera plana: “En materia política seremos independientes, en la más amplia acepción del concepto, pues no pertenecemos a partido alguno; y así no tendremos inconveniente de criticar los actos de esta naturaleza, pero sin apartarnos del terreno de los principios, cuando el gobierno o los partidos en lucha obren en contra de la ley o produzcan actos dignos de censura”.
Aunque su gestión había sido relativamente tranquila, al gobernador no le faltaban dolores de cabeza; los radicales, cada vez más revoltosos, no perdían ocasión de criticar al gobierno y al partido gobernante. No sólo en Córdoba, sino en todo el país, el joven partido de las boinas blancas alborotaba la placidez del “orden conservador”. Además, la situación financiera distaba de ser floreciente. Repasó con premura los títulos para comprobar si el nuevo diario sería otro dolor de cabeza sobre el final de su gestión.
El Partido Autonomista Nacional (PAN), al que habían pertenecido todos los gobernadores desde 1880, gozaba de buena salud. Aunque no le faltaban opositores, seguía siendo sinónimo de oficialismo y dominaba la política provincial a sus anchas; se las arreglaba para imponer sus candidatos y permanecer en el poder, haciendo un delicado equilibrio en medio de los conflictos que traían aparejados la modernidad y el nuevo siglo. Sin embargo, lo que algunos conservadores no entendían era que ya no estaban solos en el mundo de la política: los radicales habían llegado para quedarse y no era cuestión de descuidarse. Y, por cierto, no incomodar demasiado al clero, como había sucedido algunos años atrás.
Mucho tenía que ver con ese prolongado estatus quo la forma en que se elegían las autoridades, que dejaba mucho que desear en cuanto a transparencia. La mayoría de la población no participaba de las decisiones porque la política estaba reservada a la elite ilustrada, de donde surgían a su vez funcionarios, jueces y académicos.
Por eso mismo, el radicalismo —conducido por Hipólito Yrigoyen, sobrino del fallecido Leandro Alem— confiaba más en la acción directa que en los comicios amañados de entonces, y solía armar revueltas para hacer oír su voz. Afortunadamente para los conservadores, el jefe de Policía de Córdoba, Carlos Frías, reunía dos condiciones fundamentales para mantener el orden: firmeza y prudencia.
Sobre el asunto de los comicios, el primer número de “La Voz del Interior” incluía un opúsculo a propósito de las elecciones celebradas el domingo anterior en la capital cordobesa. Después de dar cuenta de una serie de irregularidades observadas ese día, la nota finalizaba con un par de preguntas punzantes: “¿qué necesidad ha tenido el partido nacional, obrando de esta manera, cuando ningún otro partido le disputaba el triunfo? ¿Por qué se prostituye de ese modo el voto popular, mostrándose tan triste y bochornoso espectáculo ante propios y extraños?”.
El nuevo gobernador ya estaba elegido; pertenecía al PAN y contaba con la bendición de Julio A. Roca. La fórmula integrada por José Vicente de Olmos y Félix T. Garzón había sido proclamada por la convención partidaria en setiembre del año anterior y convalidada el 16 de enero por la Asamblea Electoral. Aunque se habían cumplido todos los pasos legales y guardado las formas, la Unión Cívica Radical había repudiado los comicios. Álvarez, por su parte, los conocía bien a ambos: De Olmos era su ministro de Gobierno y Garzón el de Hacienda. La continuidad estaba asegurada.
Sin embargo, los tiempos por venir se presentaban inciertos. El presidente Roca también terminaría su segundo mandato en pocos meses y el PAN cordobés dejaría de contar con su valioso paraguas político. Como sea, Córdoba seguiría teniendo un representante al más alto nivel: el senador nacional José Figueroa Alcorta, el próximo vicepresidente de la Nación.
Una vez concluida la lectura, el gobernador dobló el pliego y se acercó al ventanal de su despacho que daba a la plaza principal de la ciudad. Miró a través de los cristales y percibió que aquella realidad cotidiana que le devolvía la ciudad en calmo movimiento, a partir de ese día tendría un nuevo ingrediente. También comprendió que, además de los periódicos complacientes y de los mortificantes, tendría que leer “La Voz del Interior”.
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