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San Martín, un padre incomprendido

Qué otra cosa podemos hacer, además de colocar como cada año una ofrenda floral al pie de su estatua ecuestre, para recordar a San Martín en su día, si no es evocar su patriotismo y su altura de miras.

Nadie discute por estos días que San Martín tiene muy bien ganado el título honorífico de Padre de la Patria. Tampoco que su conducta intachable es un ejemplo a imitar. Ahora bien, más allá de la veneración “políticamente correcta” y la celebración litúrgica que se repite en cada aniversario, debiéramos preguntarnos si como hijos de este suelo comprendimos cabalmente la lección de ese gran padre o si, en cambio, la echamos por la borda.

En 1829, cuando había culminado su campaña libertadora y llevaba ya cinco años de exilio en Europa, San Martín intentó regresar a Buenos Aires. Sin embargo, esa vez no alcanzó a poner un pie en tierra firme y pegó la vuelta en el mismo barco que lo había traído desde el Viejo Continente. ¿Qué había pasado? Cuando se embarcó, aquí gobernaba Dorrego; cuando llegó, mandaba Lavalle. Los conocía muy bien a los dos; ambos –Manuel Dorrego en el Ejército del Norte, Juan Lavalle en el de los Andes- habían estado bajo su mando en los tiempos en que aún combatían del mismo lado y por la misma causa.

Así fue hasta que concluyó la guerra de la Independencia y, desaparecido de escena el enemigo común, muchos de nuestros héroes se desconocieron y se destruyeron mutuamente. Como Lavalle, que mandó fusilar a Dorrego, encendiendo la guerra civil. La comprobación visceral, cercana, de ese estado de cosas que reinaba en el país fue lo que disuadió a San Martín de bajar a tierra y quedarse aquí. Porque él venía a quedarse; no era un hombre de tomar decisiones poco meditadas, pero en el país ardía la guerra interior, el enfrentamiento entre hermanos que él tanto repudiaba.

Entonces, convencido de que en semejantes circunstancias su presencia física no serviría de nada, o, lo que es peor aún, podría usarse en favor de alguna de las facciones en pugna, emprendió el regreso y reanudó un exilio que iba a durar todavía 21 años, hasta su muerte, en 1850. Por lo visto, a lo largo de todo ese tiempo no volvió a considerar la posibilidad de retornar nuevamente a la Argentina. Esas dos últimas décadas de su vida coincidieron con los sucesivos gobiernos de Juan Manuel de Rosas, un tiempo en que, lejos de saldarse, el conflicto interior alcanzó los picos más altos de intolerancia y violencia desde ambos bandos.

El sable, para Rosas Posiblemente ese escenario de disensos y fracturas estériles desalentó definitivamente al viejo general, que prefirió seguir en Europa, añorando a su patria desde la distancia. Sin embargo, hay un dato histórico que revela mejor que mil palabras que su visión estratégica seguía siendo la misma: en su testamento, redactado de puño y letra en 1844, San Martín legó su sable a Rosas, algo que en su tiempo muchos de sus más fervientes seguidores no comprendieron del todo y que a otros tantos causó indignación.

La cláusula del testamento es por demás elocuente: “El sable que me ha acompañado en toda la Guerra de la Independencia de la América del Sud, le será entregado al general Juan Manuel de Rosas, como prueba de satisfacción, que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que tratan de humillarla”.

Se refería a las presiones que por aquellos años debió soportar la Confederación de parte de los gobiernos de Francia e Inglaterra. Pero, ¿fue un rapto de chochera? ¿Acaso San Martín ignoraba cómo trataba Rosas a sus adversarios o desconocía las atrocidades cometidas por los mazorqueros del régimen? Por supuesto que no; el general se mantenía muy bien informado de todo lo que pasaba aquí; de lo bueno y de lo malo, que de todo había. Simplemente, privilegió la firmeza de Rosas en la defensa de la soberanía por sobre otras cuestiones. Tampoco ésta fue una decisión surgida de un arrebato momentáneo, que al menos en la consideración de asuntos de esa importancia el prócer no se permitía. Seguramente, fue una determinación largamente cavilada, en soledad, como acostumbraba hacerlo, sopesando posibles costos y beneficios.

Además, hay una lógica incontrastable que enlaza los actos políticos cruciales en la vida del Libertador en una misma y única dirección: desde la resolución de abandonar la escena tras la entrevista con Bolívar en Guayaquil hasta la de retomar el exilio en 1829. Y antes de todo eso, la de negarse a mezclar a su ejército en la guerra contra los caudillos, como pretendían los hombres de Buenos Aires. Asoma en cada uno de estos episodios un rasgo de la personalidad del prócer que destaca de los demás: su inocultable apego por la unidad y su rechazo estentóreo hacia la otra cara de la moneda: la desunión entre compatriotas.

Claro que ninguna de estas actitudes le resultaron gratuitas; por el contrario, le acarrearon altos costos políticos y una larga lista de enemigos. A esta altura conviene aclarar que a San Martín no le faltaron detractores y que su nombre subió al podio de la veneración pública sólo con el paso del tiempo. Basta recordar que sus restos fueron repatriados en 1880, casi 30 años después de su muerte, cuando la guerra interior y las pasiones desencadenadas se habían apaciguado. Y que fue consagrado como Padre de la Patria cuando la polvareda levantada por las rencillas domésticas que marcaron a fuego nuestra historia finalmente se diluyó y quedó a la vista la obra titánica del Libertador; no antes.

Desafortunadamente para San Martín, ese reconocimiento, al menos con carácter unánime e indiscutido, llegó tarde, cuando ya había abandonado este mundo después de soportar agravios, ignominias y desplantes más que cualquiera de sus contemporáneos. La lista de sus rivales, o al menos de quienes de uno u otro modo entorpecieron o condicionaron su campaña, es larga y notoria: Carlos María de Alvear y varios de los directores que lo sucedieron, los chilenos Carreras, Lord Cochrane, Bernardino Rivadavia, el mismísimo Simón Bolívar. . . y podríamos seguir añadiendo nombres. No; no la tuvo fácil San Martín para llevar a cabo su misión; por acción o por omisión fueron muchos los que pusieron piedras en su camino o no le prestaron ayuda cuando más la necesitaba. Por eso su mérito es mayor aún.

Sin embargo, cuando llegó la hora de la glorificación, el afán por exaltar su memoria distorsionó el verdadero sentido de su aporte histórico. Durante décadas se lo presentó casi como un superhombre, un asceta lleno de virtudes, carente por completo de defectos y ajeno a las debilidades humanas; o exclusivamente como un hombre de armas, como el perfecto héroe militar. Ni una cosa ni la otra. San Martín era un hombre de carne y hueso, lleno de virtudes y defectos como el resto de la humanidad. Tampoco es verdad que fuera sólo un militar brillante; era mucho más que eso, contaba con visión política y sensibilidad social. No es necesario manipular su historia personal porque no hay en ella nada que se deba ocultar. Sí en cambio, es preciso volver una y otra vez sobre su legado, por las valiosas claves que encierra. La lección ¿Habremos aprendido los argentinos la lección sanmartiniana? No lo parece. Como en la época de San Martín, seguimos desangrándonos en luchas inútiles, quizá menos cruentas que en el pasado, pero igual de inconducentes. O acaso no demostramos cada día que, como en aquellos lejanos tiempos en que se forjó la patria y los que vinieron después, somos incapaces de tirar para un mismo lado, de perseguir un objetivo común; que cualquier excusa nos viene bien para dividirnos en una mitosis interminable y paralizante a la vez.

Resulta un tanto incongruente entonces que hayamos elegido como Padre de la Patria a alguien que predicaba lo contrario, que privilegiaba el sentimiento de unidad por encima de todas las cosas. Lo peor del caso es que nuestra incansable afición por construir disensos antes que consensos no es neutra. No sólo que no lo es, sino que al actuar de ese modo irracional pagamos un alto costo como Nación: el de dilapidar esfuerzos y energías que convenientemente canalizadas hacia fines más nobles podrían traernos obvios beneficios en lugar de pérdidas como las que ocasionan los enfrentamientos permanentes. No debe perderse de vista que recetas como éstas, que pecan de simpleza y sencillez, son las que explican el vigor y la lozanía de muchas naciones en cuyo espejo solemos mirarnos con envidia.

Claro que después de todo lo sucedido a lo largo de nuestra joven y azarosa historia como nación independiente, invocar valores intangibles, etéreos como el espíritu de nación, o exaltar el sentimiento de patria suene un tanto acartonado o pasado de moda, del mismo modo que el repaso crítico, inclemente, de algunas de nuestras conductas más falibles puede resultar molesto para algunos.

Sin embargo, qué otra cosa podemos hacer, además de colocar como cada año una ofrenda floral al pie de su estatua ecuestre, para recordar a San Martín en su día, si no es evocar su patriotismo y su altura de miras.

Y una más: pensemos por un momento si, como en 1829, el viejo general, cargado de gloria y sinsabores, estuviera nuevamente frente a nuestras costas: ¿bajaría esta vez o, como entonces, regresaría al exilio?

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