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Sobre próceres y tumbas

¿Es importante saber dónde se encuentra la tumba de alguien, donde reposan sus restos? Por supuesto que lo es, al menos en culturas como la nuestra, en las que prevalece el mandato de conservar los restos mortales y levantar monumentos funerarios para arropar lo que no son sino despojos.

Túmulos, mastabas, mausoleos, catacumbas, cementerios, le sirvieron  al hombre a lo largo de la historia para alojar a sus muertos hasta que se convierten en apenas un puñado de cenizas.

Hasta el día de hoy, las tumbas de personajes famosos son lugares de permanente visita cuando no de culto. Desde la de Napoleón en París hasta la de John F. Kennedy en el cementerio de Arlington, en Washington. Ni hablar de las antiguas pirámides egipcias, sepulcros de los legendarios faraones, o la tumba del profeta Mahoma, en Medina. Si alguna vez se diera con la sepultura de Jesús, sería, por lejos, la más visitada.

En Argentina, la mayoría de los principales protagonistas de nuestra historia murieron lejos de su patria o, por distintas causas, no recibieron en su momento las honras fúnebres que merecían. Por ese motivo, para facilitar la veneración de sus compatriotas o para proporcionarles un sitio más acorde a su jerarquía, en muchos casos hubo exhumaciones, repatriaciones y traslados. Huesos y cenizas que fueron y vinieron hasta hallar su lugar en el mundo. La lista es larga, lo que sigue son algunos ejemplos. José de San Martín Tuvieron que pasar 30 años desde su muerte para que los restos del Libertador regresaran a su patria. San Martín falleció en Boulogne Sur Mer (Francia) el 17 de agosto de 1850 a la edad de 72 años.

La primera morada del cuerpo embalsamado del prócer fue la Catedral de Nuestra Señora de Boulogne, donde quedó depositado el ataúd hasta que, en noviembre de 1861, fue trasladado al Cementerio de Brunoy, donde se habían mudado sus deudos.

Algunos años antes de su muerte, en 1844, San Martín había redactado de puño y letra su testamento. En ese documento dejó expresas instrucciones: “Prohíbo que se me haga ningún género de funeral, y desde el lugar en que falleciera, se me conducirá directamente al cementerio, sin ningún acompañamiento, pero sí desearía que mi corazón fuese depositado en el de Buenos Aires”

Su última voluntad se cumplió recién el 28 de mayo de 1880, sobre el final de la presidencia de Nicolás Avellaneda. Domingo Faustino Sarmiento –ferviente admirador de San Martín- fue el encargado de recibir los restos y pronunciar un discurso a la medida de la ocasión.

Tras una negociación con la cúpula eclesiástica que opuso algunos reparos por su relación con la masonería, los restos del Padre de la Patria.fueron depositadas en un mausoleo erigido en una de las capillas laterales en el ingreso de la Catedral de Buenos Aires, donde continúan hasta hoy.

Manuel Belgrano Triste, solitario y final, Manuel Belgrano expiró el 20 de junio de 1820, en Buenos Aires, en la que fuera su casa paterna, donde pasó sus últimos días. Hacía muy poco había cumplido 50 años.

El deceso del creador de la bandera pasó desapercibido; Buenos Aires, sumida en la anarquía, tuvo aquel día tres gobernadores. Ocupados en cosas como ésa, los principales periódicos de la metrópoli obviaron la infausta noticia. Sólo uno de ellos mencionó la muerte del prócer.

Los funerales se realizaron durante los días 26 y 27 en la iglesia de Santo Domingo, al que asistieron únicamente sus hermanos, sobrinos y algunos amigos. No había dinero para un entierro con lujos. Un trozo de mármol recortado de la antigua cómoda familiar sirvió de lápida, donde alguien talló una lacónica leyenda: “Aquí yace el general Manuel Belgrano”.

Hasta 1902, sus restos descansaron bajo el piso de aquella iglesia del barrio de Monserrat. Ese año fueron exhumados y, desde entonces, lo poco que pudo rescatarse yace en una urna, encerrada en el mausoleo que se levantó en el atrio del convento. Incluidos los dientes del prócer, que dos ministros del gobierno nacional que presenciaron la exhumación se llevaron como souvenir y que, descubiertos por la prensa, debieron reintegrar.

Sin embargo, hace cuatro años, el reloj que Belgrano, agonizante, entregó a su médico en pago de sus servicios fue robado del Museo Histórico Nacional.

Hombres de Mayo El destino de los hombres de Mayo no fue el mejor. Perseguidos o cuestionados, varios de ellos tuvieron muertes tempranas o sufrieron destierros, y casi ninguno recibió grandes honores en vida.

Mariano Moreno tuvo un fin aciago: apartado de sus funciones, murió en alta mar, el 4 de marzo de 1811. Envenenado para algunos, víctima de un medicamento contraindicado para otros, el fogoso secretario de la Primera Junta falleció a los 32 años y su cuerpo fue arrojado a las aguas del Atlántico envuelto en una bandera británica, porque hasta ese momento no teníamos una propia.

Juan José Castelli murió el 12 de octubre de 1812, a la edad de 48 años, víctima de un cáncer de lengua que lo privó del habla, a él, que se había ganado el título de Orador de la Revolución.  Su cuerpo fue sepultado en la Iglesia de San Ignacio de Loyola, en Buenos Aires. Desde entonces, sus cenizas yacen bajo el piso de esa iglesia sin una placa o, al menos, un letrero que indique el lugar exacto donde se hallan, que se desconoce.

Juan Hipólito Vieytes, otro pilar de la Revolución de Mayo, murió el 5 de octubre de 1815 a los 53 años de edad. Alcanzó a recibir los sacramentos y fue sepultado en la vieja parroquia de San Fernando, provincia de Buenos Aires. Después que la misma fue demolida, hasta el día de hoy no fue posible dar con sus restos.

Juan Manuel de Rosas Uno de los hombres más poderosos de nuestra historia, falleció lejos de su patria, en Southampton, Inglaterra, el 14 de marzo de 1877.

Fue enterrado en el cementerio del lugar. El 22 de septiembre de 1989, merced a gestiones de sus descendientes ante el gobierno británico, se exhumó el deteriorado ataúd que fue trasladado a Orly (Francia) por vía aérea. Allí se procedió a abrir la caja mortuoria y parte de la osamenta quedó al descubierto, junto a otros objetos, como una dentadura postiza que Rosas usó hasta el fin de sus días. Todo pasó a un féretro nuevo que días más tarde aterrizó en Rosario.

Allí fue conducido a la iglesia Catedral y, enseguida, en medio de un colorido festejo federal, la misma cureña lo trasladó hasta el puerto. Al pasar la nave que lo transportaba frente a la Vuelta de Obligado, se evocó la gesta del 20 de noviembre de 1845.

En Buenos Aires prosiguieron los homenajes, ahora encabezados por el entonces presidente de la Nación, Carlos Saúl Menem. Los restos quedaron depositados en el cementerio de la Recoleta, en la bóveda familiar de la familia Ortiz de Rozas, junto a los de la esposa –Encarnación Ezcurra- y padres del extinto.

No se cumplió la profecía de José Mármol, el poeta que profetizó que “ni el polvo de sus huesos la América tendrá”. Y sí, en cambio, la última voluntad de Rosas, expresada en su testamento, en el que pedía que su cadáver, una vez llevado a la Argentina, fuese colocado “en una sepultura moderna, sin lujo ni aparato alguno, pero sólida, segura y decente”.

Bernardino Rivadavia Murió en el exilio, el 2 de septiembre de 1845, a la edad de 65 años. Desengañado de la Argentina, olvidado por sus compatriotas y desairado por sus propios hijos, la muerte lo encontró en Cádiz (España), donde pasó los dos últimos años de su vida, solo y enfermo.

La parte más sorprendente del legado que el primer presidente argentino dictó al albacea poco antes de su muerte, es la que establece expresamente que su cuerpo no debía volver jamás a Buenos Aires, ni siquiera a Montevideo. Siguiendo sus deseos, fue sepultado en el cementerio de Cádiz.

Sin embargo, esa última voluntad de Rivadavia no fue respetada y, en 1857, sus restos fueron repatriados por el gobierno de la provincia de Buenos Aires, entonces separada de la Confederación Argentina.

Permanecieron en el cementerio de la Recoleta hasta el año 1932, y desde entonces  descansan en el mausoleo levantado en Plaza Miserere, sobre la avenida porteña que lleva su nombre, en medio de bocinazos y una nube permanente de smog que empaña su memoria tanto como la virulencia de sus detractores.

José María Paz y Margarita Weild Permanecer unidos, así en la vida como en la muerte, parece ser el destino de la pareja que formaron José María Paz y Margarita Weild. Cordobeses los dos, él le llevaba 23 años, pero lo mismo la desposó estando preso en Santa Fe, sin trepidar en que era su propia sobrina, hija de una hermana.

La pareja, además de varios hijos, tuvo una vida azarosa gracias al empecinamiento de él por acabar con Rosas; hasta que la muerte los separó. La primera en partir de este mundo fue Margarita, con apenas 33 años. Fue en Río de Janeiro, el 4 de junio de 1848. Él la sobrevivió todavía seis años, hasta que, el 22 de octubre de 1854, falleció en la ciudad de Buenos Aires a los 63 años.

Los restos de Margarita viajaron primero a Montevideo, donde, en 1850, fueron sepultados en el cementerio de aquella ciudad. Paz los llevó consigo cuando regresó a Buenos Aires. Luego de su muerte, ambos fueron enterrados en el cementerio del Norte, como se llamaba entonces al de la Recoleta; en una bóveda modesta, primero, y en un mausoleo más importante a partir de 1928.

Hasta que, el 22 de abril de 1958, superados los escollos con las autoridades eclesiásticas, los restos de ambos fueron traídos a Córdoba, donde reposan en el atrio de la Iglesia Catedral, en lo que constituye un caso único en la historia: que un prócer comparta la sepultura con quien en vida fuera su compañera. Una lección de amor.

Juan Facundo Quiroga El Tigre de los Llanos murió el 16 de febrero de 1835, a los 46 años de edad, en una emboscada que sus enemigos le tendieron en Barranca Yaco, un paraje del norte cordobés.

El cadáver fue velado durante algunas horas en la posta de Sinsacate, antes de ser trasladado a la Catedral de la Docta, donde se efectuaron los funerales.

Mientras en Buenos Aires se sustanciaba el juicio contra los supuestos autores del crimen, los restos de Quiroga permanecieron sepultados durante casi un año en Córdoba. Sin embargo, doña Dolores Fernández, su mujer, no quería que los restos de su marido siguieran en la tierra de sus verdugos y logró que Rosas dispusiera su traslado a Buenos Aires, donde tuvo lugar un segundo funeral con toda la pompa.

El pesado ataúd de bronce quedó depositado en la iglesia de San Francisco, en Flores. Meses más tarde, fue trasladado a la bóveda de la familia Demarchi, ubicada a pocos metros de la entrada del cementerio de La Recoleta.

En 1877, por temor a que fuera profanado por los enemigos de Rosas, exacerbados por la muerte del Restaurador, Antonio Demarchi, yerno de Facundo, decidió ocultar el féretro de su suegro en un hueco en el subsuelo de la cripta, donde sólo entraba en posición vertical, que fue sellado con ladrillos y revoque. Además, hizo borrar el nombre de Quiroga de los registros.

Allí permaneció hasta diciembre de 2004, cuando el viejo sarcófago fue hallado por el equipo de investigadores que trabajó en el lugar.

Dos juristas de nota; Alberdi y Vélez Sarsfield Los dos juristas más importantes de la historia argentina, contemporáneos además; padre, uno de ellos, de la Constitución Nacional y, el otro, del Código Civil, no reposan en el lugar donde murieron.

Juan Bautista Alberdi murió en un hospicio de París, el 19 de junio de 1884, a la edad de 74 años. La primera morada de sus restos fue la iglesia de San Bautista, en Neully hasta que pasaron la necrópolis de ese lugar. Sus amigos compraron una tumba en el cementerio parisino de Pere Lachaise, pero en 1889, antes de que se concretara el traslado, los restos de Alberdi fueron repatriados.

Fue sepultado en el cementerio de la Recoleta, donde permaneció durante un tiempo en el panteón de una familia amiga –los Ledesma- hasta que estuvo concluido el monumento erigido en su honor. Sin embargo, tampoco ése sería el sitio de su descanso eterno: a fines del año 1991 el ataúd fue trasladado a San Miguel de Tucumán, donde ocupa un mausoleo de mármol gris levantado dentro de la Casa de Gobierno.

Dalmacio Vélez Sarsfield -serrano de Amboy, porteño por adopción- falleció en Buenos Aires, el 30 de marzo de 1875, a los 75 años de edad.

Fue sepultado en una bóveda del cementerio de la Recoleta, hasta que, en marzo de 1981, sus restos fueron trasladados a Córdoba, su tierra natal, donde permanecen hasta hoy en el Palacio de Tribunales, en un extremo del Salón de los Pasos Perdidos.

Domingo Faustino Sarmiento Falleció el 11 de septiembre de 1888 en Asunción del Paraguay, donde se había trasladado por propia decisión, decidido a pasar allí los últimos años de su vida. Tenía 77 años de edad.

Murió en el hotel que habitaba junto a parte de su familia, cuando su deteriorado corazón dijo basta. El traslado de sus restos fue casi inmediato. Se hizo en buque, por el río Paraná. Su paso fue una continuada manifestación de pesar. El féretro –cubierto a pedido del muerto por las banderas de Argentina, Paraguay, Chile y Uruguay- arribó a Buenos Aires el 21 de septiembre.

La multitud que lo aguardaba en el muelle bajo una intensa lluvia, lo acompañó hasta el cementerio de la Recoleta, el mismo donde estaba sepultado Dominguito, su hijo. El entonces presidente Miguel Juárez Celman decretó duelo nacional y dispuso rendirle los honores de presidente en ejercicio.

Los diarios de la época, en un hecho inusual, se unificaron bajo el nombre de La Prensa Argentina y dedicaron la edición al extinto. En el acto del sepelio hablaron varias personalidades destacadas, entre ellas, el vicepresidente Carlos Pellegrini, quien lo despidió como “el cerebro más poderoso que haya producido América”.

Mientras muchos argentinos lo lloraban, algunos de sus enemigos más acérrimos celebraban su muerte. Así era Sarmiento; las medias tintas no iban con él.

Eva Perón Falleció a las 20 y 25 horas del 26 de julio de 1952, víctima de un cáncer de útero cuando sólo contaba con 33 años de edad. Esa misma noche, el profesor Pedro Ara preparó el cuerpo de la segunda esposa del presidente de la República para, pasado el velatorio, proceder a su embalsamamiento.

Tras unos funerales que duraron varias semanas, el cadáver quedó en el segundo piso de la sede de la Confederación General del Trabajo, a la espera de la erección de un mausoleo que no llegó a concretarse. De allí lo retiraron los militares que derrocaron a Perón en 1955, manteniéndolo oculto en varios lugares y con distintos custodios, hasta que, en 1957, resolvieron enviarlo al exterior.

En secreto, el cuerpo de Eva Perón viajó a Italia y fue sepultado en el cementerio Mayor de Milán, bajo un nombre falso. Allí  permaneció hasta 1971, año en que el presidente de facto Alejandro Agustín Lanusse decidió devolverlo al viudo, que por entonces residía en Madrid.

El cuerpo de Evita –que presentaba signos evidentes del maltrato sufrido- quedó depositado en los altos de la residencia de Puerta de Hierro, hasta que en 1974 retornó a la Argentina bajo la presión del grupo guerrillero que había sustraído el féretro de Pedro Eugenio Aramburu. Permaneció en la cripta de la Quinta de Olivos, hasta que, luego del golpe militar de 1976, fue sepultado en la bóveda de la familia Duarte, en el cementerio de la Recoleta. Desde entonces, la tumba de Eva Perón es una de las más visitadas y veneradas de la necrópolis porteña.

Juan Domingo Perón El que fuera tres veces presidente de los argentinos murió el 1º de julio de 1974, a la edad de 79 años.

El deceso se produjo en la Quinta de Olivos, donde Perón convalecía de una afección cardiaca aguda. Concluidas las exequias oficiales, el ataúd permaneció unos días en la capilla contigua a la residencia oficial, hasta que fue trasladado a una cripta levantada en el lugar, donde, meses más tarde, se agregó el de Evita, repatriado desde Madrid.

Ambos féretros permanecieron allí, exhibidos al público, hasta que, el 24 de marzo de 1976, las Fuerzas Armadas derrocaron a la viuda del extinto, María Estela Martínez. Poco después, con el mayor sigilo, el cuerpo de Evita fue devuelto a sus familiares, en tanto que el de Perón fue a parar al panteón familiar cementerio de la Chacarita, propiedad de Tomás Perón, su hermano. En el invierno de 1987, autores ignorados ingresaron a la bóveda, violaron el ataúd, y seccionaron las manos del cadáver. Hasta el presente se desconoce qué fue de ellas.

Claro que no todo terminó allí; aún faltaba escribir una página, que nadie puede asegurar que sea la última de la saga. El 17 de octubre de 2006, en medio de una batahola que enfrentó a bandos sindicales opuestos,  los restos de Perón fueron trasladados a la quinta de San Vicente, un predio de 19 hectáreas ubicado a 64 kilómetros de la Capital Federal, donde se levantó un mausoleo para albergar el nuevo ataúd del ex presidente, que hasta hoy permanece allí.

Colofón A los argentinos se nos suele acusar de vivir aferrados al pasado, cuando no de ser demasiado afectos a la necrofilia. Puede ser.

Sin embargo, pese al transcurso del tiempo y los cambios de hábitos, entre nosotros, el rito fúnebre sólo se completa dando sepultura a la carne. De otro modo, queda inconcluso, incompleto; lo mismo que el duelo, que entonces se hace penosamente eterno. No en vano una gran asignatura pendiente sigue siendo establecer el paradero de los miles de desaparecidos durante la última dictadura militar, no sólo para confortar a sus familiares sino para cerrar un capítulo doloroso de nuestra historia reciente.

Por eso mismo, identificar, conocer, acceder al lugar donde se hallan los restos de alguien –célebre o no- es fundamental para mantener viva su memoria.

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