top of page

Vicepresidentes Argentinos

El actual no fue el primer vicepresidente que sacó de las casillas a un presidente en ejercicio, sino que pasó otras veces a lo largo de la historia. Pese a que, culturalmente, en un país presidencialista como el nuestro, la figura del vicepresidente tiene una importancia relativa.

Tanto que, para los vices, pareciera ser una cuestión de buen gusto pasar desapercibidos o, al menos, no hacer olas. No en vano la Constitución Nacional los trata como suplentes, por lo que no les fija ninguna función específica aunque, en caso de que deban entrar a la cancha, pueden ejercer todas las que le correspondan al presidente. Por esa razón lo que atañe al número uno, vale también para el número dos. Quizá por ese diseño supletorio, pocos vicepresidentes tuvieron un rol relevante, salvo los que debieron reemplazar por distintos motivos al titular del Poder Ejecutivo. Sin embargo, algunos presidentes no se llevaron bien con sus compañeros de fórmula y, más de una vez, esos desaguisados tomaron estado público. Y algo más: ningún vicepresidente resultó electo presidente luego de cumplir su mandato.

Un poco de historia El primer vicepresidente, el de Urquiza, fue Salvador María del Carril, un sanjuanino de pasado unitario que en otro tiempo había sido ladero de Lavalle. El segundo, cuando Santiago Derqui presidía la Confederación Argentina, fue Juan Pedernera, un militar puntano comprometido con la causa federal. Después de Pavón, durante la era mitrista, el vicepresidente fue Marcos Paz, compañero de ruta del vencedor de Pavón y porteñista como él. El de Sarmiento, el presidente que sucedió a Mitre, fue Adolfo Alsina, bonaerense duro, aceptado a regañadientes por el sanjuanino que, si por el hubiera sido, no hubiera tenido ninguno. El de Avellaneda fue Mariano Acosta, y el de Julio Argentino Roca, Francisco Madero.

Hasta allí los segundos cumplieron su papel al pie de la letra, es decir guardaron la compostura y no perturbaron la gestión de los números uno, que eran los que realmente importaban en la autoritaria Argentina decimonónica. El primer desacople en la cúpula del poder se produjo durante la presidencia de Miguel Juárez Celman. Para galvanizar la alianza del interior con el puerto, los mandamases del Partido Autonomista Nacional incluyeron en la fórmula a Carlos Pellegrini, el fundador del Jockey, Club, que prefirió viajar por Europa antes que cruzarse en el camino del presidente, esperando su propio tiempo. Cuando la revolución de 1890 se cobró la cabeza del cordobés, el porteño, en lugar de renunciar él también, prefirió cubrir el vacío de poder ocasionado por la algarada radical. Le fue bien: logró sofrenar la crisis y pasó a la historia como el primer piloto de tormentas. El vicepresidente que le siguió también tuvo la chance de gobernar: luego de la muerte de don Luis Sáenz Peña, le tocó completar el mandato a su segundo, José Evaristo Uriburu. El siguiente, durante la segunda presidencia de Roca, fue Roberto Quirno Costa que, con semejante número uno, tuvo bajo perfil. Y luego otro vice que saltaría a la fama a raíz de la muerte del titular del Poder Ejecutivo: José Figueroa Alcorta, el cordobés que salió a escena merced al fallecimiento de Manuel Quintana, un hombre entrado en años. Curiosamente, pasó lo mismo en el turno siguiente, cuando Victorino de la Plaza debió calzarse la banda presidencial y reemplazar a Roque Sáenz Peña, que murió poco después de sancionar la famosa ley de sufragio universal, la misma que terminó con el orden conservador y abrió las puertas de la Casa de Gobierno a los radicales. Hipólito Yrigoyen, ganador de los comicios, fue secundado por Pelagio B.Luna, un riojano que no le hizo sombra. Lo mismo que Elpidio González, el vice del también radical Marcelo T. de Alvear. Y que Enrique Martínez, el cordobés que secundó a don Hipólito en su segunda presidencia, la que quedó trunca tras el golpe de 1930. La Concordancia fue una alianza conservadora que gobernó durante la llamada Década Infame. La primera fórmula fue la que integraron Agustín P. Justo y Julio A. Roca, “Julito”, el mismo que firmó el famoso pacto con Runciman. La segunda, Roberto Ortiz y Ramón Castillo, un conservador salteño a quien la revolución de 1943 encontró en el sillón de Rivadavia tras la renuncia del titular, radical antipersonalista. Y entonces llegó el peronismo. A Perón no le gustaba rodearse de dirigentes con poder propio, así que llevó como compañero de fórmula a Hortensio Quijano, un veterano dirigente que provenía del radicalismo. De la Unión Cívica Radical Junta Renovadora, más precisamente. Luego de la reforma de 1949, el sindicalismo y parte de la dirigencia oficialista intentó coronar a Eva Duarte como vice de Perón. Hubo un multitudinario Cabildo Abierto en la avenida 9 de Julio para proclamarla. Pero no sirvió de nada: los militares la aborrecían y ella estaba ya gravemente enferma, de modo que el nombre de Hortensio Quijano volvió a aparecer en la boleta ganadora; poco más tarde su muerte disparó un hecho inédito: unos comicios sólo para cubrir la vacante, que catapultaron a un marino llamado Alberto Teisaire.

Después de 1955, los vices duraron poco, lo mismo que los presidentes. El de Arturo Frondizi, Alejandro Gómez, le renunció al cabo del primer año, al punto que cuando los militares echaron al presidente sospechado de filoperonista y, para los más recalcitrantes, de comunista, a las apuradas, juró como presidente el titular provisional del Senado, un ignoto rionegrino llamado José María Guido. El de Illia fue Carlos Perette, correntino de cuna, y se fueron juntos en 1966, víctimas de un nuevo golpe. Los dictadores que vinieron después no necesitaban vices, se bastaban ellos mismos para aplicar las directivas impartidas por las Fuerzas Armadas. Las elecciones convocadas en 1973 dieron el triunfo a la dupla Cámpora – Solano Lima, ambos renunciantes al cabo de 49 días en sus respectivos cargos. Y se vino Perón – Perón, la fórmula que arrasó en las urnas. Por eso mismo, cuando el viejo líder murió en 1974, los argentinos quedamos en manos de su viuda, María Estela Martínez, con los resultados conocidos. Lo que vino después es historia reciente: otros siete años de dictadura militar y luego, desde 1983 en adelante, la serie democrática de vicepresidentes contemporáneos, a saber: Víctor Martínez, Eduardo Duhalde, Carlos Ruckauf, Carlos Álvarez –que huyó despavorido antes de hora-, Daniel Scioli y el actual.

Aquí y ahora Julio Cleto Cobos saltó a la fama la noche del 25 de julio pasado gracias a su legendario voto “no positivo”, alumbrado tras un largo y difícil trabajo de parto. Ese día, por azar, como casi todo lo que viene ocurriendo en la política argentina, el vice de Cristina Kirchner sacó doble patente: de ídolo y traidor a la vez. Ídolo para aquellos que se pasaron aquella noche en vela, frente a los televisores, esperando una estocada fulminante contra el gobierno; y traidor para el oficialismo, que vio en aquel voto un desplante inaceptable. Sin entrar a considerar, por redundante, si Cobos estuvo bien o mal en hacer lo que hizo, ni si su deber era honrar al gobierno del que era parte o a su propia conciencia, conviene poner el acento en algo pasado por alto, o al menos no enfatizado, en los farragosos análisis que siguieron a aquella jornada y renacen cada vez que el vicepresidente saca los pies del plato, como ahora: Cobos llegó a la fórmula por decisión del ex presidente Néstor Kirchner para darle visibilidad a un armado más mediático que real, la llamada Concertación Plural, que no llegó ni siquiera a la categoría de experiencia fallida. Porque ni eso fue. Porque no hubo programa ni acuerdos previos ni nada que cimentara lo que se agotó en un artificio electoral para cosechar algunos votos y desarticular todavía más a la Unión Cívica Radical. Mucho menos hubo confianza personal entre los integrantes de la fórmula, ese pegamento vital capaz de poner a salvo de zozobras los vínculos políticos cuando a los aliados circunstanciales, aunque piensen distinto, los une una historia común, cierta afinidad ideológica o, cuando todo eso falta, estima y respeto personal. Nada de eso había. Como no lo hubo cuando, en tiempos de la Alianza, se pegoteó una fórmula que jamás fraguó y que, en cambio, se partió en la primera de cambio.

Ahora, que la tensión renació entre Cristina y su vice, conviene repensar de qué sirven los ardides electorales cuando no son más que eso y por eso mismo, cuando los vientos soplan más fuerte, suelen derrumbarse como castillos de naipes.

7 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo

コメント


bottom of page