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Vilcapugio, la primera de dos grandes derrotas

El 1 de octubre de 1813, en Vilcapugio comenzaba a perderse definitivamente el Alto Perú, la actual Bolivia.



Tras la derrota sufrida en Salta, el ejército realista se había replegado hacia territorio altoperuano. El Directorio, urgido de éxitos, no quería dejar pasar la oportunidad de recuperar el terreno perdido luego de la debacle de Huaqui en 1811 y azuzaba epistolarmente a Manuel Belgrano para que reanudara la ofensiva.


Sin embargo, el jefe patriota manejaba sus propios tiempos: "Después de una acción, tanto el que gana como el que pierde, queda descalabrado: así me sucede a mí", contestó desde Salta. La respuesta de Buenos Aires fue tajante: "Tenga V.E. presente que los enemigos han tenido auxilios para llegar descansadamente, aunque en derrota, por el despoblado desde Jujuy hasta Oruro, y que el Ejército de la patria, después de dos meses y medio transcurridos por una parálisis de sus movimientos, no ha podido ocupar la villa de Potosí".


Por fin, tras recibir esas y otras reconvenciones, a principios de mayo de 1813, el Ejército del Norte ocupó Potosí y Belgrano instaló el cuartel general en aquella villa, a la vera del codiciado cerro de la plata. Entretanto, el enemigo concentraba sus tropas en Oruro, algunas leguas al norte, reforzadas por hombres y pertrechos llegados desde Lima, la capital virreinal. Belgrano permaneció en Potosí casi tres meses, poniendo a punto su ejército y alimentando la inquina de los mandos porteños que le exigían apresurar los tiempos.


Su cautela no era en vano: sabía que no pisaba territorio fértil para la revolución y que aún estaba fresco el recuerdo del paso de Castelli y de las crueldades cometidas por los enviados de la Primera Junta tiempo atrás. Necesitaba imperiosamente ganarse la confianza de los lugareños, de quienes esperaba colaboración en aquella guerra.


Finalmente, el ejército —que, engrosado por los reclutamientos, reunía alrededor de 3.500 hombres— se puso en marcha. Le tomó tres semanas recorrer un terreno árido y escarpado, hasta arribar a la pampa de Vilcapugio, una planicie sembrada de piedras y rodeada por altas montañas. El ejército realista, comandado por Joaquín de la Pezuela, estaba cerca de allí y lo superaba en hombres y armamentos, pero aún no estaba listo para la pelea. Belgrano tampoco estaba resuelto a atacar; esperaba refuerzos desde Cochabamba y, además, que un contingente de indígenas atacara por la retaguardia para dividir las fuerzas del enemigo en dos frentes de combate. Sin embargo, el ataque prometido no tuvo la envergadura que se esperaba y fue fácilmente repelido. Más grave aún fue que papeles reservados cayeron en poder de Pezuela quien supo, entre otras cosas, que los patriotas esperaban el arribo de refuerzos. Ni lerdo ni perezoso, el jefe realista decidió entonces adelantar sus planes y lanzó la ofensiva. El 30 de setiembre, por la noche, los soldados de Pezuela escalaron la cuesta que los separaba de la pampa de Vilcapugio para caer por sorpresa en el campamento patriota.


Madrugada fría la del 1 de octubre de 1813, y sin luna. Los hombres de Belgrano duermen en sus tiendas de campaña mientras, sigilosamente, el enemigo desciende por la ladera. Con las primeras luces de la alborada, los guardias advierten su presencia, pero ya es demasiado tarde. Dan la voz de alarma y ni el propio Belgrano puede creer lo que ven sus ojos. Cuando asoma el sol detrás de los cerros, suenan los cañonazos que anuncian el combate en ciernes y todo el mundo se despabila aprestándose para el duelo inminente. A las apuradas, se despliega la fuerza en el campo de batalla lo mejor que se puede; al frente, una marea humana avanza al son del redoble de sus tambores y con los pabellones del rey desplegados al viento.


Cuando ambos ejércitos se vieron las caras, en medio del fuego cruzado y de la humareda, Belgrano ordena a los suyos cargar a bayoneta calada. En poco rato, el ala izquierda española flaquea y comienza a dispersarse. A Pezuela, que sigue atentamente los movimientos, se lo ve desconcertado; aquello no entraba en sus cálculos. Sin embargo, poco antes del mediodía y cuando las acciones favorecían al bando patriota, las tropas abandonan el campo de batalla, confundidas al parecer por un clarín que tocó a retirada. Belgrano intenta contener a sus hombres, pero la rápida reacción del enemigo, que carga sobre ellos, profundiza el caos. Belgrano, impotente, sólo atina a tomar en sus manos la bandera y manda a tocar a reunión, para reagrupar las pocas fuerzas que aún le quedan en medio del desbande general, pero el esfuerzo es inútil: nada puede hacerse para reanudar el combate. El general inclina su cabeza; la batalla que parecía ganada está irremisiblemente perdida.


A las 3 de la tarde, Belgrano ordena la retirada de lo que queda de su ejército. Hay que apurar el paso; la tarde se puso fría de repente y pronto el sol comenzará a ocultarse entre las montañas. Entre los hombres que marchan va José María Paz, quien dejará asentado en sus célebres Memorias el desasosiego que le tocó vivir: "La noche era extremadamente fría y habíamos escapado sólo con lo puesto. Llegamos a un lugar donde sólo había uno o dos ranchos inhabitados. Esa fue la primera vez que comí carne de llama...".


Atrás quedaban varios centenares de muertos y casi todo el armamento, a más de un millar de heridos rescatados a duras penas. Afortunadamente para los sobrevivientes, Pezuela también había sufrido fuertes bajas y no estaba en condiciones de lanzarse en su persecución.


Pese a aquella tragedia, Belgrano llegó a Macha y logró recomponer parte de su fuerza. Sin embargo, la suerte le seguiría siendo esquiva: a fines del mes siguiente volvió a ser derrotado, esta vez en Ayohuma; pero esa es otra historia...

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