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Y ahora, ¿qué?

Cómo hacer para que, al menos hasta que la ciudadanía cuente con otro poder a favor -el Congreso-, no se profundice el rumbo equivocado, no se cometan más y nuevos errores.

Pasaron las elecciones. Se contaron los votos y los ciudadanos volvieron a guardar el documento de identidad en el ropero hasta la próxima. Hubo varios ganadores, pero un único y gran derrotado: el oficialismo nacional. El llamado kirchnerismo. Ese pareció ser el único componente unificador capaz de explicar los resultados en distritos tan diferentes como la provincia de Buenos Aires, la frívola Capital Federal, la remota Santa Cruz o nuestra Córdoba, por caso. Resultados disímiles, tanto que en los cinco distritos principales el Gobierno perdió con otros tantos opositores, a saber: De Narváez, Macri, Reutemann, Juez y Cobos, que ganaron respectivamente en Buenos Aires, provincia y ciudad; Santa Fe, Córdoba y Mendoza. Que, a su vez, ellos y otros pueden o no juntarse con vistas al futuro, puede que sí, puede que no. El tiempo dirá, falta mucho todavía: dos años y medio.

Mientras tanto, el domingo por la noche, ilusionados, muchos argentinos se fueron a dormir con la certeza de que al día siguiente el Gobierno entendería el mensaje y obraría en consecuencia. Que también aquí pasaría lo que suele ocurrir en las democracias maduras ante resultados adversos: reconocimiento de los errores cometidos, relevo de funcionarios, convocatoria generosa a los vencedores, rectificación del rumbo.

El lunes, los mercados abrieron optimistas y hasta el dólar bajó un centavo: es que hasta ahí se avizoraba otra Argentina, más pluralista, dialoguista y civilizada, como a todos nos gustaría. Hasta allí, la mayoría prefirió pasar por alto la tardía aparición del ex presidente en las pantallas de los televisores esa madrugada para decir que había perdido apenas “por un poquito”. Es que todos preferían achacarle la notoria falta de autocrítica al cansancio, al impacto emocional, a cualquier cosa que no fuere la realidad descarnada. Incluso, muchos comunicadores se esforzaron por presentar la posterior renuncia a la presidencia del Partido Justicialista como un verdadero paso al costado, un mea culpa de alguien dispuesto a reconocer sus errores.

Bastaron unas pocas horas para que la ilusión se desvaneciera en el aire como una pompa de jabón. Duró hasta que la Presidenta ocupó el atril, respondió a nueve preguntas –nueve, ni una más– y proclamó que aquí no había pasado nada. Baldazo de agua fría. Con una frialdad asombrosa, desconoció olímpicamente el veredicto de las urnas y, por supuesto, no mostró ni la más mínima intención de cambiar nada más que a la recontrarrenunciada ministra de Salud.

¿Qué más hacía falta, se preguntaron atónitos más del 70 por ciento de los argentinos, que ser escuchados? No sólo eso: en muchos renació una suerte de visión apocalíptica de lo que podría venir durante estos meses en que el oficialismo aún cuenta con mayoría en ambas cámaras del Congreso nacional. Es que temen que durante este período –ventana que podría extenderse hasta marzo o abril del año próximo– puedan adoptarse medidas que compliquen aún más la economía o el precario cuadro institucional del país. O que afecten determinadas libertades consagradas en la Constitución. O que comprometan el patrimonio público o privado.

Es que el nuevo Congreso fue concebido el 28 de junio pasado, pero nacerá recién dentro de nueve meses, y no hay forma de adelantar el parto. Aunque la ecografía es clara y preanuncia una mayoría distinta a la actual tanto en Diputados como en el Senado, esas manos podrán recién levantarse el año próximo, cuando el nuevo Parlamento comience efectivamente a funcionar.

Mientras tanto ¿Y mientras tanto qué hacemos?, parece ser la pregunta cantada. Por supuesto, queda fuera de consideración cualquier variante que signifique, directa o indirectamente, el acortamiento del período constitucional de las actuales autoridades. Ni hablar de eso. Además, nadie lo pide. De lo que se trata es de dilucidar cómo hacer para que, al menos hasta que la ciudadanía cuente con otro poder a favor –el Congreso–, no se profundice el rumbo equivocado, no se cometan más y nuevos errores. No sigan yéndose capitales y perdiéndose puestos de trabajo. Hasta tanto, sin embargo, no conviene alentar más de la cuenta una visión esperanzadora de cambios de fondo que por lo visto no ocurrirán, y sí estar alertas y vigilantes a lo que pueda venir.

Por lo pronto, la parte mayoritaria de la sociedad que votó en contra del Gobierno debería arropar a los candidatos que eligió y acompañar las acciones que puedan emprenderse durante estos meses que faltan para acotar cualquier tipo de excesos. Reclamar lo justo y rechazar lo arbitrario. Civilizadamente.

Tiempos difíciles Los tiempos que se avecinan no son sencillos: la crisis fiscal está a la vuelta de la esquina y si no se remueven rápidamente las trabas que frenen la producción las cosas pueden complicarse todavía más. Y no olvidar jamás que lo realmente bueno de la democracia es que brinda las herramientas para reparar los errores, claro que no siempre los tiempos constitucionales coinciden con los humorales ni con los impulsos, pero no por eso debe caerse en tentaciones que en el pasado no trajeron sino desgracias al pueblo argentino.

Y lo más importante: la democracia ha salido fortalecida el domingo; es suficiente motivo para festejar que, pese a todo, aún el 70 por ciento de los ciudadanos acudan a votar, y que lo hagan con un gran sentido de racionalidad y patriotismo que sería motivo de orgullo para más de una nación adelantada de la Tierra. Por este camino, indefectiblemente, no tardará en llegar la secuencia virtuosa y tendremos la Argentina que la mayoría queremos.

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